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Inicio / Cuenteros Locales / Cedric / La dama del amanecer.

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El mar rompía con fuerza contra las rocas de aquel acantilado, mientras a lo lejos se veía al sol hundiéndose poco a poco en el horizonte, dando la impresión que surgía fuego de las agitadas aguas. Al desaparecer del todo, el mar fué cambiando rápidamente de color, pasando de unos tonos rojizos a otros más azulados, que se iban oscureciendo lentamente por la falta de luz, llegando a transformarse en una inmensa superficie casi negra, rota por unas fugaces líneas blancas, formadas por las crestas de las olas.

Algunas veces, la fuerza del agua contra la rompiente era tan grande, que sonaba como un estampido, reventando la suave monotonía del ruido del viento que soplaba sobre aquella líquida superficie.
Por el borde del acantilado, envuelto en un grueso y largo capote, caminaba una figura masculina, contemplando aquel paisaje marino, ensimismado en sus pensamientos. Era el dueño de un pequeño castillo cercano, en lo alto de un promontorio, que pasaba las horas muertas dando largos paseos por aquellas rocas, cuando el tiempo lo permitía.

Tras ponerse el sol, se dirigió caminando hacia su hogar a buen paso, ya que no le gustaba verse sorprendido por la oscuridad en el camino, ni que al llegar a casa estuviera la cena fría, pues era hombre de costumbres fijas y rutinarias, especialmente tras la muerte de su esposa, unos años atrás, a causa de unas fiebres malignas.

Entonces, a la vuelta de una curva, junto a un viejo árbol, vió aquella silueta de largos y grises ropajes, inmóvil como si aguardara su llegada. Sorprendido por la aparición, se dirigió a aquella figura diciéndole: “Soy sir Ian, dueño de ese castillo y señor de estas tierras. ¿Quién sois vos?
Una voz femenina, dulce y bien timbrada, le respondió: “Mi nombre es Soledad, señor. Busco un camino que nunca encuentro, para llegar al lugar en que está escrito mi Destino”.

Aquellas palabras extrañaron a sir Ian, que se acercó a la mujer, con cierta curiosidad no exenta de temor, por lo extraño de la situación, para ver más de cerca a aquella persona, pero vió que el cuello de su vestido estaba muy alzado, cubriéndole gran parte de su rostro. En sus manos llevaba una curiosa flor: Un tulipán de color rojo, muy raro en aquella época del año.
Sin embargo, como el tono de su voz no le pareció amenazador, le dijo: “Es muy tarde, y dentro de poco no habrá más que oscuridad en estos caminos. Será mejor que vengáis a mi castillo y descanséis allí. No debéis temer nada de mi, pues me limito a cumplir con mi deber de ser hospitalario con quienes van de paso”.

Las dos siluetas fueron caminando hacia el castillo, donde fueron recibidos por unos silenciosos criados, a los que el señor se limitó a dar unas lacónicas órdenes: “Poned un plato más en la mesa y encended la chimenea en la habitación de invitados, donde dormirá esta dama”. Mientras decía ésto, volvió a mirar a aquella intrigante figura, que seguía sin mostrar su rostro.
Sin embargo, ella rogó: “Por favor, no deseo ofenderos ni menospreciar vuestra hospitalidad, pero desearía cenar sola en la alcoba y acostarme pronto, pues estoy muy fatigada”.
“Como gustéis -respondió sir Ian-, y no os preocupéis por mi, pues soy viudo y estoy acostumbrado a cenar sólo. Mis criados os atenderán en lo que necesitéis”.

Una vez más, cenó solo mientras sus pensamientos retrocedían a tiempos pasados, cuando se estableció allí con su esposa, a la que tanto echaba de menos y con quien no había llegado a tener hijos. Sentía su vida muy vacía, entreteniéndose un poco con la administración de sus tierras y practicando la cetrería en época de buen tiempo.

Después de cenar, se dirigió a sus aposentos y, tras desnudarse, se metió en la cama. La habitación estaba caldeada por un buen fuego, que ardía en la chimenea al otro extremo de la estancia. Se durmió casi enseguida, pero al amanecer, cuando las primeras luces anunciaban su aparición, notó un extraño susurro en el dormitorio. Instintivamente, su mano se dirigió hacia la cabecera de la cama, de donde colgaba una afilada daga, pero se detuvo al oir una voz, la de la misteriosa dama, que le decía: “No temáis. Soy yo, la Soledad”.

Notó cómo la mujer se metía en su lecho, en el que años atrás dormía con su desaparecida esposa, y sus manos se dirigieron, con más curiosidad que deseo, a comprobar aquella inesperada compañía.
También advirtió que no llevaba ropa alguna, sintiendo entre sus dedos la olvidada sensación de una piel fina y excitante al tacto. Unos pechos tiernos y sugerentes, un vientre liso y duro, un cuerpo que se agitaba al ser abrazado…
Todo sucedió muy deprisa. Sintió unos labios húmedos y jugosos sobre los suyos, mientras unas manos femeninas iban acariciando todo su cuerpo, que se iba excitando rápidamente, al tiempo que volvía a notar sensaciones que creía perdidas para siempre, a la vez se creía flotar en una nebulosa de placer sin límites…

Con el breve resplandor que proporcionaba el fuego de la chimenea, vió una silueta femenina desnuda sobre él, que le tomaba las manos guiándolas por el provocador cuerpo, mientras no paraba de agitarse arriba y abajo, como cabalgando en busca de algo muy íntimo para compartir entre hombre y mujer.

Cuando todo acabó, volvió de nuevo a preguntar a la misteriosa dama: “¿Quién sois?”.
Pero ella, misteriosa como siempre, le dijo. “Mi nombre es la Soledad. La de alguien que durante muchos años se fijó unas metas que nunca pudo cumplir, pues los caprichos del Destino son muchos. Intenté encontrar a alguien con quien compartir mis ideales y proyectos, pero no hubo forma de lograrlo, incluso pensé en unirme a quien no sabía si de verdad deseaba, por miedo a terminar sóla. En el otoño de mi vida todavía sigo buscando, y creo que ya estoy cerca de mi meta. Pero aún es de noche y las luces del día puede que me ayuden a seguir con la búsqueda de lo que quisiera encontrar, aunque tal vez lo haya encontrado, sin saberlo”.

Mientras oía estas palabras, un extraño sopor se fué apoderando de sir Ian, que poco a poco cayó en un profundo sueño. Cuando despertó, sintió una extraña sensación de compañía, pero se encontró sólo en la habitación. Un rayo de sol empezaba a entrar por la ventana, por lo que se levantó y fué hacia allí. Vió en la repisa una flor que reconoció al instante: El tulipán rojo que llevaba la desconocida dama. Miró hacia lo lejos y vió un precioso cisne blanco que se alejaba volando.
Apretó la flor con fuerza contra su pecho mientras murmuraba unas palabras: “Como ese cisne que ahora se aleja, sé que algún día volverás, pues posiblemente aquí encontrarás lo que buscas. Gracias, misteriosa dama del amanecer”.

Texto agregado el 17-07-2022, y leído por 123 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
18-07-2022 Una historia llena de romanticismo y deseo satisfecho, con esa dama misteriosa, que al parecer nada de Soledad tenía. Buen texto, Cedric. maparo55
18-07-2022 Me gustó tu cuento, la señora Soledad, aunque no la busquemos, a veces aparece, se queda y nos acostumbramos a ella, otras se va. Saludos. ome
18-07-2022 La personificación de un estado de ánimo como es la soledad y en el cual, muchas personas se sienten tan complacidas al quedar inmersas en ella. La simbología del caballero, la flor y el cisne, da a tu historia poder narrativo. Ser gallardo, gentil y tener a una mujer amable, hermosa y amorosa convierten la relación en una gran fuerza espiritual que las distancias no acallan, aunque vuelen muy alto. Un abrazo. azariel
17-07-2022 Dos seres que se dan el uno al otro con la suavidad del romancero, bella historia medieval, con la magia y el misterio de tiempos olvidados. La bella dama fué muy real al igual que etérea acompañando a sir Ian con una delicadeza y dulzura bella. spirits
 
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