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La vida le sonreía a Marcos como escritor. ¡Por fin había triunfado!
Mientras estaba sentado en una mesa de un lujoso hotel para firmar ejemplares de su último libro, que había resultado un éxito de ventas, volvió a mirar por enésima vez aquella estilográfica que tenía en la mano, a la que consideraba como su talismán o amuleto de la buena suerte que le había ayudado en sus triunfos literarios.

Todo lo recordaba perfectamente, a veces como si lo hubiera vivido pocos días antes y en otras ocasiones como si hubieran pasado siglos.
Siempre le había gustado escribir, teniendo la gran ilusión de triunfar algún día en el mundo de las letras, pero sentía que la inspiración (Algo fundamental en un escritor) le fallaba a menudo.
No tenía otra opción que intentar compaginar su vocación artística con la de su anónimo y oscuro trabajo de oficinista de banca.

Sus intentos por publicar alguna obra (Generalmente novelas cortas), solían chocar con la oposición de los editores, que aún reconociendo que escribía bien, no querían arriesgar en la publicación de un libro de escritor desconocido, o que al menos no hubiera ganado algún certamen literario importante.

Se había presentado también a diversos concursos, pero apenas lograba conseguir con suerte un “premio de consolación”, o se trataba de certámenes literarios de poco renombre, donde el galardón era algo casi simbólico…

Un día, estando de vacaciones, en uno de esos momentos en que la inspiración le abandonaba, salió a pasear por la ciudad sin rumbo fijo, hasta que sus pasos le llevaron a una zona con un pequeño parque, el cual solía ser utilizado como mercadillo de objetos usados, a veces de dudosa procedencia.
Movido más por la curiosidad que por otro motivo, Marcos anduvo deambulando entre los improvisados tenderetes, que en gran parte de los casos eran simples trozos de tela extendidos en el suelo, sobre el que se exponían los artículos en venta.

Contemplaba distraído todo aquello cuando sintió una voz a un lado que, en tono humilde y educado le preguntó: “¿Me permite un momento, caballero?"
Sorprendido, se giró para encontrarse de cara con un hombre de mediana edad, vistiendo unas ropas que, aunque limpias y aseadas, habían conocido tiempos mejores. Un rostro bien afeitado y algo pálido, en el que destacaban unos ojos grises de mirada serena, completaba la imagen de aquel desconocido.

“Quisiera ofrecerle algo de gran valor”-prosiguió el hombre-”Al menos para mí sí que lo tiene. Debo desprenderme de él por necesidad, pero no quisiera vendérselo a cualquiera.”
Mientras decía ésto, sacó de sus bolsillos un pequeño objeto alargado, envuelto con cuidado en un papel de seda, que desdobló seguidamente y ante los curiosos ojos de Marcos apareció una vieja estilográfica, de diseño sobrio, en color negro con ligeros adornos dorados.
La tomó cuidadosamente en sus manos, le quitó el capuchón y vió un gastado plumín de oro, que relucía perfectamente limpio. Se notaba que era un ejemplar que, si bien estaba muy usado, era de buena calidad y había sido cuidado con esmero.

Iba a rechazarlo cuando algo en su interior le recomendaba que preguntase el precio. Así lo hizo, encontrando que aquel desconocido le pedía una cantidad muy baja.
Movido por un extraño instinto, mezcla de generosidad y lástima, Marcos sacó su cartera y extrajo un billete de un valor que doblaba el precio pedido, a lo que el desconocido respondió educadamente que no tenía cambio. Él tampoco llevaba encima dinero suelto ni nadie de allí disponía entonces de efectivo para poder cambiar en ese momento.

Para su propia sorpresa, la misma voz interior que le había aconsejado que no rechazara la oferta le hizo una nueva sugerencia que se decidió a cumplir, aunque no sabía si hacía bien.
“Tenga -dijo al asombrado vendedor- guárdese el billete y ya me dará la vuelta otro día. Yo suelo venir mucho por aquí.”
Dicho ésto, se guardó la estilográfica en un bolsillo y se dió media vuelta, dejando al desconocido paralizado por la sorpresa, con el dinero en la mano.

Al llegar a casa, Marcos sacó aquella vieja pluma, buscó entre los cajones de su mesa un tintero que recordó haber visto por allí, la cargó y probó a escribir en un papel. Asombrado, vió que se deslizaba con una suavidad que no esperaba, por lo que aprovechó para empezar el boceto de una obra que hacía tiempo le rondaba por la mente, pero que se le había “atascado”.

Notó entonces algo extraño: Las ideas empezaron a acudirle a su cabeza con una rapidez y claridad como nunca le había ocurrido. De su cerebro, el pensamiento pasaba a su mano y las palabras iban apareciendo en el papel a un ritmo como jamás hubiera imaginado.
Daba la impresión de que la estilográfica tiraba de su mano, escribiendo por sí sola los textos que acudían a su mente, casi antes de que se definieran.

Cuando quiso darse cuenta, ya tenía concluída una novela corta, que guardó en una carpeta para llevarla a algún editor.
A lo largo de la siguiente semana pasó por un fenómenos similar, que le hizo llenar muchas hojas de papel con miles de palabras que acudían solas a su mano, de una manera casi mágica y misteriosa.

A los pocos días, se enteró de un concurso literario para escritores no consagrados, al cual remitió una de las obras que había escrito con aquella vieja estilográfica. Para mayúscula sorpresa resultó ser el ganador del primer premio, llevándose una buena suma de dinero, así como los derechos de autor por la publicación de su obra en una renombrada editorial.
La novela resultó un gran éxito, al igual que otra que el mismo editor, hombre sagaz para los negocios, se ofreció a publicar.

Marcos volvió varias veces por el mercadillo en que había comprado la pluma, con la esperanza de encontrar al hombre que se la había vendido, pues se sentía moralmente obligado a darle las gracias, aparte de querer invitarle a una buena comida para celebrar sus éxitos, pero todo fué en vano.
Nadie supo darle razón de aquel desconocido que le había proporcionado una especie de talismán para conseguir la gloria.

Y pasó el tiempo. Los éxitos como escritor se fueron sucediendo uno tras otro, y aunque las técnicas avanzaban cada día, Marcos seguía escribiendo sus obras con aquella vieja pluma, si bien después las pasaba a limpio en un ordenador para remitirlas a su editor.

Estaba ensimismado en esos recuerdos, de los que vino a sacarle con cierto sobresalto una voz que le dijo: “Me firma un libro, por favor.”
Marcos levantó la vista y se encontró con un hombre joven muy bien vestido, que le entregaba un ejemplar de su última obra.
Se le quedó mirando fijamente muy intrigado, pues los rasgos básicos de aquella persona le recordaban vagamente al de alguien, pero no acertaba en aquellos momentos.
Con mucha educación le preguntó su nombre, para poder dedicarle el libro de una forma más personalizada.
Tras decírselo, el desconocido joven admirador le comentó: “Es curioso, mi padre también tuvo aficiones literarias y casualmente tenía una estilográfica idéntica a la suya. Tuvo que venderla para poder comer, pues en aquella época estábamos muy mal económicamente en casa. La vendió un día en que la situación era casi desesperada, pues mi padre era una persona de gran dignidad, que jamás hubiera pedido limosna. Antes se habría suicidado”

“Le pagaron el doble de lo que pedía -prosiguió- , según solía contarnos, y así pudimos comer unos cuantos días más, durante los cuales encontró un buen trabajo con el que pudo sacarnos adelante y darnos a todos una carrera. Y aunque solía decir que de la escritura se malvive, nunca pudo encontrar a aquel hombre que le pagó tanto por aquella vieja estilográfica.”

Texto agregado el 29-07-2022, y leído por 85 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-07-2022 Me gustó. Saludos. ValentinoHND
30-07-2022 Un relato entretenido, que va ganando interés por saber el desenlace. Enorme suerte la del comprador y también del vendedor de la estilográfica. Buen texto, Cedric. Saludos. maparo55
 
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