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Mientras la lluvia azota los tejados, desdiciendo a los expertos que pronosticaban un año seco, rememoro antiguos años de diluvio, de ropa tendida en las cercanías de la estufa, con los paraguas ejerciendo un papel protagónico. A no entusiasmarse demasiado, pregonan los meteorólogos porque esto es un frente que se desdice a sí mismo, es revulsivo y extemporáneo. Me pregunto: ¿extemporáneo que llueva en pleno invierno, aunque sus postrimerías ya estén a la vuelta de la esquina? Se añoran los reporteros de la televisión con el agua a media pierna, el Mapocho bravío arrastrando torrentes, casuchas, hasta automóviles en su cresta. Otros son los que hoy se anegan, batallando con esa furia de la naturaleza.
Sirva todo esto como el prólogo de una situación ocurrida mientras los paraguas se equilibraban sobre la testa.
El agua despedía innumerables reflejos, que no eran otra cosa que los cristales adheridos a los muros, al pavimento, liquido que desdibujaba el paisaje siendo él mismo un nuevo referente conformado por centellas plateadas orillando los objetos. Los charcos se deslizaban a la par con los automóviles que al cruzarlos creaban un repentino oleaje que empapaba todo lo que estuviera en las cercanías.
Una joven lloriqueaba sin ocultar sus lágrimas. No le importaba, el agua resbalaba por sus facciones disimulando el reflejo de su pena. Sus cabellos, desagrupados, caían sobre su frente y sus hombros. Un leve estremecimiento tomaba cuerpo en ese dolor. Las once de la noche diluviaba sobre la existencia de todos. Ismael, entre los transeúntes, se dirigía al paradero más cercano premunido de su paraguas negro. La joven, encorvada por algún golpe asestado, sin atinar a nada, ya era una estatua informe desdibujada por la lluvia. El hombre reparó en su triste estampa deteniéndose. Un sollozo sofocado le impulsó a aproximarse a la chica para preguntarle:
-¿Le sucede algo señorita?
-Ella giró su rostro y en un acto reflejo restregó sus dedos bajo sus ojos en un risible alarde de secar sus lágrimas. Sonrió, siendo la sonrisa más triste que Ismael pudo contemplar. En un acto de caballerosidad, extrajo de sus bolsillos varios pañuelos de papel para extendérselos. Ella agradeció con un leve movimiento de cabeza.
-Perdone que me inmiscuya, pero me parece que si continúa bajo la lluvia agarrará un resfriado.
La mujer no respondió.
Ismael insistió. -¿Aceptaría que la invite a ese café de la esquina para ofrecerle algo?
Su cabeza osciló de derecha a izquierda negando.
El hombre dudó en continuar solidarizando con la desconocida. Sin embargo, siendo una persona de bien, no le importó desprenderse de su paraguas para ofrecérselo.
-Tenga usted. Yo me guareceré bajo ese paradero para esperar el microbús.
El reflejo de alguna luz iluminó el perfil de la joven e Ismael pudo estudiar sus facciones. Ella era bellísima, pese a lo empapado de sus cabellos y la rojez de sus ojos. No aceptó su ofrecimiento, pero Ismael pudo notar algo que le provocó un escalofrío que no se emparentaba con el frío de aquella noche. La mirada de esa mujer parecía estar fija en un punto determinado, tal si fuesen los ojos de una muñeca. Imaginó que era ciega, mayor desamparo era casi imposible imaginárselo.
Resignado y ya sin motivo alguno para continuar insistiendo, Ismael sólo suspiró hondo, acaso para que su voz emergiera con un timbre sincero. –Lo siento. Intenté brindarle algo de apoyo, acaso simple humanidad con alguien que pensé que lo necesitaría.
Sin evitar que un estremecimiento que cobijaba algo de enfado por no haber sido útil en aquellas circunstancias, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
Varios pasos había avanzado cuando una voz desgastada, como si algún fenómeno inexplicable le hubiese arrebatado su natural sonoridad y ahora sólo fuese un ensalmo provisto de sigilos, de noches antiguas, acaso el desgarro póstumo de un vestido nupcial ya hecho harapos, escuchó el hombre pronunciar:
-Gracias, buen señor.
Y erizada su piel, sin atreverse a responder ya nada, Ismael apuró el paso escuchando el vívido chapoteo de sus pisadas sobre esas aceras empapadas. La avenida, extrañamente deshabitada, sin siquiera las luminarias encendidas que resplandecían bajo las agujas punzantes del agua, ahora sólo eran boquerones fúnebres. El hombre arrojó lejos el paraguas y con el terror recorriéndole sus venas corrió, sólo corrió, sin volver la mirada, temiendo toparse con lo que ya su instinto le susurraba.
Una silueta encorvada diluida ya por el precipitar de esa lluvia, comenzó a empequeñecerse más y más hasta que sólo fue un montoncito de tierra oscura como el alquitrán que el agua arrastró por la avenida, camino a algún lugar donde la paz le diera reposo.













Texto agregado el 17-08-2022, y leído por 167 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
17-08-2022 La lluvia y sus espectros. Me gusta cómo llevás el texto hacia ese final. Abrazo. MCavalieri
17-08-2022 Un encuentro bajo la lluvia con una mujer, siempre tiene algo de misterioso e irreal, pero el que describe tu relato tiene además la magia del asombro y el temor a lo desconocido, más si la mujer de ese encuentro es capaz de diluirse en la lluvia. Excelente texto, amigo. maparo55
17-08-2022 Ojalá tu tierra reciba una lluvia tan fuerte como tu facilidad para expresar tu sentir con palabras. Te felicito. peco
17-08-2022 Qué hermosos toques tiene tu texto que van creando la atmósfera ideal para el desarrollo y conclusión del mismo. Me encantó. Un abrazo, Sheisan
17-08-2022 —Aunque este año, en el suelo que tú y yo pisamos, a llovido mas milímetros que los anteriores, la sequía persiste y los enbalses no se llenan. Quiero pensar que la lluvia de tus letras y ese montoncito de tierra algún significado tienen. Yo espero que este agosto nos traiga más lluvia y la tierra sea pródiga. —Un abrazo. vicenterreramarquez
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