El Gordo le despierta, restregándose contra él y ronroneando, exigiendo  
que se le sirva rápidamente el desayuno . Ramón representa la misma función  
cada mañana desde que se conocieron. No se mueve. El gato se impacienta y sigue  
intentándolo con más ahínco, pero su amo no se levanta. La comedia dura  
cinco minutos y termina siempre de la misma forma, con abrazos y besitos  
seguidos de un cuenco de leche fresca y unos trocitos de queso. 
       Cuando termina de liar el cigarrillo matinal, Ramón se sirve una taza de  
café mientras los pajarillos le indican el comienzo de un nuevo día. Aunque él  
se levanta más temprano. Su lecho parece de mármol, más frío e inhóspito a  
cada hora que pasa recostado en él, ahora que ella no está.  
       Dos ideas burbujean en su mente mientras el café y el imperceptible  
efecto narcótico del cigarrillo le llevan a la primera reflexión del día.  
La primera, todo el trabajo que tiene que hacer hoy: ir a la huerta y al  
gallinero.   
También debe arreglar el muro de piedras que está al lado del camino (pero  
esto lo piensa todas las mañanas), que está derrumbado por el extremo  
cercano al melocotonero. Por la tarde tiene que ir al pueblo de al lado a  
llevar  
patatas y cebollas a la tienda de la seña Engracia. Y acordarse de comprar vino  
(ayer se terminó en la comida y tuvo que cenar sin él, y esto le puso de mal  
humor, e incluso le impidió conciliar el sueño normalmente), aceite y un queso  
bien grande, no sea que se acabe y el Gordo proteste y se vaya también. 
La segunda cosa que hormigueaba los pensamientos de Ramón era si hoy  
vendría el cartero con alguna cosa para él. José vendría en su bicicleta vieja  
(aunque el año pasado le regalaron entre todos los del pueblo una bicicleta de  
montaña, no cambió de vehículo y sigue subiendo las cuestas con ese caballo  
flaco, con un cuerpo que parece de palo y esas ruedas tan llenas de parches) y  
le sonreiría como Ramón veía en sus sueños. Sería la sonrisa del que está  
seguro que va a hacer feliz a otra persona con lo que lleva en la mano. Le  
daría el sobre y dentro habría una carta de ella. Le diría que iba a volver al  
pueblo, con él.  
 
       Acercándose por el camino, su trozo de tierra se le aparece extraño. Una  
fina capa de niebla se va retirando de los campos para dejar un millón de  
perlas sobre las hojas de la parra y las mil briznas de hierba que se levantan  
a los lados de la senda como muros de una fortaleza vegetal.  Como si no  
hubiera sido él el que ha trabajado esas tierras los últimos cinco años,  
dejándose las manos y en ocasiones pagando con terribles dolores de espalda  
los esfuerzos exagerados, la fuerza mal empleada. La luz que riega la huerta  
hace resplandecer el mosaico vegetal. Los tomates, rojos, gruesos, casi  
turgentes, pidiendo que se llene uno la boca de su pulpa ácida. Mazorcas de  
maíz, mil dientes de oro como armaduras de escamas llevadas por caballeros  
que llevan cascos rematados con resplandecientes penachos rojos, amarillos,  
verdes......Pimientos, lechugas, pepinos y cebolletas saludan a Ramón cuando  
le ven acercarse. Y Las zanahorias siempre alegres con la melena al  
descubierto, que siempre se dejan acariciar por él. Y los melones que,  
majestuosos observan los movimientos del hombre. Ven como se despoja de la  
camiseta, porque en poco va a apretar el sol. Bien lo saben los melones. Y las  
sandías también. Ramón se acerca como cada día para darles unas palmaditas  
en el lomo y, seguramente, llevarse alguna a casa. El melocotonero se  
despierta perezoso, siempre mimando a sus hijos de piel aterciopelada como si  
fuera el último amanecer, sabedor de que Ramón se llevará unos cuantos  
hoy... 
       Ramón suda, hace demasiado calor ya para dejarse el lomo en la tierra.  
Bebe un trago de agua fresquísima del botijo que siempre esconde a la sombra  
del melonar y se va hacia la caseta de las gallinas. Las encuentra discutiendo  
y como siempre será sobre alguna cosa sin importancia. Pero él finge que no   
las entiende para no entrometerse en sus asuntos. Las cosa de gallinas, para  
las gallinas. Les pone el maíz y las cáscaras de fruta del día anterior en una  
cazuela vieja que utiliza como comedero, que ya usaba el anterior dueño de la  
casa. Su casita. Allí fue a vivir con ella, a pasar la vida juntos, sólo ellos  
con sus gatos. Se la compraron a un matrimonio de la ciudad que la había  
heredado del padre de él y no tenían tiempo para arreglarlo todo. Y además  
preferían el dinero en sus bolsillos. Hay personas que no aprecian la tierra,  
el olor de la humedad y el aroma embriagador de las frutas y verduras bajo el  
sol de verano. Ni la soledad del pueblo que se resiste a desaparecer y al que  
cada cierto tiempo viene alguna pareja de jóvenes que quieren vivir de otra  
forma. Como ella y él vinieron hace cinco años. La cháchara de los animales  
termina para convertirse en un ir y venir de aquí para allá de gallinas que  
intentan apoderarse de la mayor cantidad de alimento posible. Siempre se pelean  
por la comida. Sobre todo la negra. Esa gallina ya llegó con mal pie a casa. El  
día que trajeron los animales, la gallina negra se escapó y corrió por todo el  
bancal perseguida por Ramón y por ella. Al final consiguieron prenderla y  
encerrarla junto a sus compañeras en el viejo gallinero construido con maderos.  
Las bajas fueron considerables entre las fresas y lechugas que quedaron  
destruidas durante la persecución. Desde entonces casi siempre que Ramón mira a  
ver si ha puesto un huevo ella le pica la mano. Aunque en estos años no ha  
puesto más de diez huevos, él siempre mira. Es extraño. No quiere deshacerse de  
esta gallina, aunque no ponga huevos y pelee con las demás por la comida. Su  
rebeldía y mirada insolente le cae simpática y además, si no pone huevos será  
porque está ocupada cavilando cosas más importantes. Como por ejemplo  
escapar de los ataques del Gordo. Entre estos dos hay algo personal, más allá  
del instinto felino de la caza. Una de las mayores proezas de esta gallina  
consistió en arrancar con tremendo picotazo un mechón de la punta de la cola  
del Gordo. Escapó viva de milagro, pero desde aquel día en que el gato juró  
venganza esta gallina no podrá dormir tranquila. Y si el Gordo no la ha matado  
ya es porque en el fondo prefiere ser temido por un enemigo que devorarlo. A  
fin de cuentas, Ramón le da comida siempre que quiere.  |