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Ella se desahogó. Vomitó todo un caudal de palabras. Un caudal fiero y sin control ininterrumpidamente por 17 minutos y 36 segundos.

En el minuto 5, sin un segundo más, sin un segundo menos, dejé de escuchar. Los oídos se me taparon con sus palabras agudas y chispeantes, gritos desaforados llenos de odio.
Era demasiado el odio.

En resumen, no debí nacer. Los 17 minutos y 36 segundos se resumen en eso. No debí nacer. Desde antes del nacimiento inclusive y en adelante, empezó su maldición: el pago del jardín infantil, el colegio, las recomendaciones de sus compañeras de trabajo, la carrera profesional que estudié, la relación violenta que viví (y de lo que es totalmente mi culpa, como latamente lo explicó con anterioridad), y así una seguidilla interminable de sucesos desastrosos, fueron secuelas y manifestaciones de dicha maldición.

Escuchar mi historia en sus labios tan tergiversada, fue sorprendente. En sus palabras, yo era un diablo. Un demonio frío y avaricioso, repleto de lujos y ropa costosa, entregado a la lujuria y a las banalidades del cuerpo. Yo era el culpable de robarle la gracia de la juventud, el dinero, su capacidad de ahorro y su felicidad. Le había robado todo.

Es por todas esas razones, que merecía una vida difícil. Así mismo lo dijo. Merecía y debía transitar por una vida difícil. Y todo se volvió muy irreal, porque no entendía a qué vida se estaba refiriendo. De todos los recuerdos, ella no había estado presente en la mía.

Justo en ese minuto, precisamente y cuando terminó su caudal de 17 minutos y 36 segundos, sentí una punzada en el brazo izquierdo. También lo sentí en las piernas y en el rostro, justo también en el lado izquierdo.

Hace rato que no miraba mi lado izquierdo. Me había acostumbrado a que las marcas eran como manchas y lunares en el cuerpo. Hace rato que no se me destemplaban los dientes y el rostro, por la neuralgia del trigémino. Hace rato ya, unos meses, que no trataba de recordar donde estaban esas pastillitas para el dolor y para un sueño eterno.

Después de su caudal de rabia, algo se cortó dentro de mí. Fue un corte, porque fue con mucha violencia.
Algo se había acabado. Ya definitivamente lo había dejado atrás.

Ese lazo que forcé por 4 años, que nunca existió y que siempre busqué desde la infancia, adolescencia y ahora adultez, se había roto.

Ese vacío infinito de no saberse en un sitio, de no pertenecer a un lugar por no tener un tronco común, de ser un allegado en cualquier casa, tenía una explicación y ella me la había dado al fin. Comprendí tantas cosas, tantas perspectivas de un mismo abandono.

Como una historia que se contó desde todos sus lados, una y otra vez, pero que ahora podía ver la figura en su total esplendor.

Gracias por darle un sentido.
Por la libertad.

Gracias mamá.

Texto agregado el 30-08-2022, y leído por 112 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-08-2022 Complicada la relación. remos
 
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