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Voy caminando lentamente por la playa y veo que Machado tiene razón:

"... Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar."

Permanezco un rato de pie mirando cómo rompen las olas al llegar a la orilla, deshaciéndose en espumas blancas y siguen su curso para atravesar mis pisadas. Después, en su camino de retorno, trazan pequeñas curvas para permitir el paso de otras olas mientras van borrando poco a poco mis pisadas. Me siento sobre la arena con las piernas ligeramente flexionadas y reflexiono:
"Es cierto que la vida es un largo camino y no se puede volver al pasado. Pero es necesario recordar los buenos momentos, aprender de nuestros errores para seguir caminando". Cierro los ojos y escucho la voz de Rafael Alberti:

"El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
Padre, ¿por qué me trajiste
acá?"

Al abrir de nuevo los ojos veo una gaviota descansando sobre la arena. Me viene el recuerdo de la canción de Marina Rossell:

"Oh, gavina voladora, que volteges sobre el mar
I al pas del vent mar enfora, vas voltant fins arribar
A la platja assolellada, platja de dolços records
On dia i nit hi fa estada la nina dels meus amors..." (1)

Conocí a mi futuro marido en esta playa. Congeniamos desde el primer momento. A él no le gustaba estar los fines de semana en casa. Los viernes por las tardes ya teníamos preparada las mochilas para
irnos a la montaña o en un lugar cercano a la playa. De nuestro matrimonio nacieron una niña y un niño. Nos hicieron algunas trastadas y algún que otro pequeño disgusto, sin ser cosa grave. Cuando los chicos fueron más mayores, me animó a reemprender mis estudios de psicología. Como trabajaba en un hospital y para aprovechar mejor el tiempo, compré unos auriculares para poder escuchar mis apuntes. Solo me los ponía en el turno de noche y siempre cuando no había mucho trabajo. Aun así, no pude evitar que me llamasen "la enfermera del walkman".

Es cierto que fue una década de no parar de hacer cosas: llevar la casa, trabajar y estudiar. Apenas tenía tiempo libre, sin embargo, me sentía satisfecha. Un día poniéndome el uniforme, una compañera descubrió un pequeño bulto debajo de la axila. Me diagnosticaron un cáncer de mama. Estuve un año de baja, tiempo suficiente para darme cuenta de que tenía un cuerpo para toda la vida y tengo que cuidarlo. En una revisión ordinaria le pregunté a la doctora si podía montar en bicicleta. Tras unos momentos de reflexión me recomendó que lo hiciese en compañía y una distancia no superior a 10 kilómetros.

Después de 35 años de matrimonio, con mis hijos ya casados, la vida me dio otra desagradable sorpresa. Me llamó mi marido desde el trabajo porque se iba a urgencias. Le dolía mucho el hombro derecho y no sabía a qué hora volvería. Al cabo de 2 horas, recibí una llamada del oncólogo para que fuese a verle. En su despacho explicó que mi marido tenía una leucemia mieloide aguda y le quedaba poco tiempo de vida. Me quedé paralizada, sin tener ningún tipo de reacción. El joven doctor me acompañó hasta la habitación. Cuando se marchó, mi marido pidió con voz serena y con una sonrisa agradable: "Nena, pase lo que pase, termina tu tesis doctoral". Llevé mi portátil para que viera que cumplía su palabra y cuando se dormía me ponía a escribir. Al cabo del mes falleció.

Sin embargo, en contra de todo pronóstico, me invadió una fuerza interior para terminar con éxito mi doctorado. Fue al recibir el título cuando empecé a sentirme mal. Había cumplido con la promesa de mi marido, pero no estaba preparada para el día después. Comenzaron los primeros despistes: salir de casa sin coger las llaves, poner los huevos a cocer y no acordarme de retirarlos del fuego... Pero la ocasión más clara de que algo me pasaba fue en una reunión de profesores. Al quitar mi abrigo, descubrí que todavía llevaba el pijama puesto. Como no reaccionaba, una compañera acudió a mi ayuda. Me puso mi abrigo, cogió el suyo y fuimos a mi coche. Durante el trayecto me explicó: "No creas que eres la única. Una vez, al salir de la piscina del gimnasio, me metí en la ducha de los hombres. Caí en la cuenta cuando ya estaba con el cuerpo enjabonando". Solté una sana carcajada y ella también se contagió. Ya en casa, me vestí pensando en regresar a la universidad, pero hizo un gesto negativo con la mano y añadió que no era importante. Preparé un café y nos sentamos en el sofá para hablar. Me comentó que tiene un amigo neurólogo y pidió permiso para concertar una cita. Acepté ir, pues necesitaba encontrar repuestas a mis despistes. Tras realizar diversas pruebas, supe la verdad.

Al girar la cabeza a la derecha descubrí una toalla azul y un bolso a escasos metros de mí. Resultaba extraño, pues no había nadie en la playa. Al acercarme comprobé que no pertenece a ninguna persona porque son míos. "Entonces, ¿qué hacía sentada en la arena? ¿Tengo que ir a trabajar o estoy jubilada?" Consulté la hora. Una manecilla indica las ocho y la otra, las cuatro; sin embargo, no soy capaz de decir la hora. "Dios, ¿qué me pasa? ¿Por qué puedo recordar cosas del pasado y no me acuerdo de qué he hecho hace un momento?" "Se acerca una mujer. Le preguntaré la hora".

—¿Nos vamos yendo a casa mamá? Recuerdas que tienes que escribir un poco de tus memorias.
—Hija, ¿he hecho pipí? Es que no lo sé
—pregunté.
—Sí, mamá, fuiste al baño antes de venir —le aclaró su hija mientras doblada la toalla y la guardaba en el bolso.
—¿Por dónde iba?
—Creo que vas por el incidente que tuve con la bicicleta.
—¡Ya lo creo que me acuerdo! —exclamé—. Si no hubieras chocado con el árbol te habrías caído por el terraplén.
—Cierto —afirmó su hija colgándose el bolso por el hombro—. A partir de entonces, por pequeña que sea la pendiente, pongo las manos en los frenos.
—Una buena medida —dije.
—Venga, que si sigue el buen tiempo, pronto nos daremos un baño —la animó su hija cogiendo sus zapatillas y ofreció su brazo. Me iba a apoyar cuando me di cuenta de que tenía el botón del pantalón desabotonado. Al intentar abrochar de nuevo noté un bulto en la cadera. Lo puse bien y comenté:
—No sabía que mi braga también se cierra por los lados.
—Es un pañal tipo braga, mamá.
—¿Y por qué lo tengo que llevar?
—Porque tu orina sale cuando quiere —contestó su hija—. No te llega la orden al cerebro de tener que ir al cuarto de baño.
Asistí con la cabeza diciendo:
—Ya lo he entendido.

Faltaban pocos metros para llegar al paseo. Escuché en mi interior de mi cerebro los últimos versos del aria Nessun dorma de Turandot. Me tomo la licencia de cambiarlos para hacer una versión más personal:

"... Mientras que los recuerdos
permanezcan en mi mente
y pueda yo recordarlos,

¡Venceré! ¡Venceré!
Maldito Alzheimer"

Nota:
(1) Oh, gaviota voladora, que volteas sobre el mar Y al paso del viento mar afuera, vas buscando hasta llegar En la playa soleada, playa de dulces recuerdos Donde día y noche hace estancia la muñeca de mis amores

Texto agregado el 06-09-2022, y leído por 1219 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
16-09-2022 Un relato muy bueno, un poco triste.***** Saludos Lagunita
08-09-2022 Un excelente relato, Pepe. Lo disfruté y lo sufrí al mismo tiempo, al ver al final el deterioro que va sufriendo la memoria de la esposa y madre. Muy bueno. maparo55
07-09-2022 Buen relato, pero hacia el final de la historia se produce un cambio brusco; dejando al lector abandonado en una confusión del narrador omnisciente. Triste que en medio de la felicidad un cáncer avanzado sea protagonista de una desgracia. El alzheimer debe de ser terrible al ir condicionando la muerte. Un abrazo. azariel
06-09-2022 Qué buen cuento, y qué realista. Me tocó. Saludos. ValentinoHND
 
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