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El célebre poema “Retrato”, de Antonio Machado, concluye con esta estrofa:

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

La referencia al barquero Caronte, quien, recordémoslo, es el encargado, según la mitología griega, de transportar las almas de los difuntos al más allá (previo pago del correspondiente óbolo) resulta evidente. Pero el gran poeta sevillano no nos habla de ninguna barca, sino de una “nave”. Y no es lo mismo una humilde barca que una señora nave (según el diccionario de la RAE: “embarcación de estructura cóncava y, generalmente, de grandes dimensiones”). ¿Por qué ese trueque de palabras? Desde mi punto de vista (muy particular, como el lector enseguida comprobará), ello obedece a una mera cuestión formal. Y, más concretamente, a una cuestión fonética. Si optáramos por respetar a nuestros queridos griegos, el verso quedaría así: “y esté al partir la barca que nunca ha de tornar”. Demasiado cacofónico, ¿no? Demasiadas erres, ¿no? Tras leerlo, podría venirnos a la mente el conocido trabalenguas: “El perro de San Roque no tiene rabo porque Ramón Rodríguez se lo ha cortado”. Así que don Antonio realizó un ligero cambio en el tipo de embarcación y problema resuelto. Pero también existe, en ese mismo verso, una cuestión de más enjundia, una cuestión de fondo. ¡Ojalá la barca (o la parca) de Caronte no hubiese de tornar! Pero ya lo creo que tornará. Tornará una y otra vez. Tornará todas las veces que sea necesario. Una vez depositada el alma de Antonio Machado en la otra orilla del río, por él ya no volverá, desde luego. ¡Pero sí por todos los demás! Por todos los que quedamos en este lado. Volverá una y otra vez. Volverá hasta que le salgan cayos en las manos de tanto usar la pértiga con la que impulsa la barca. Y luego también. Trabajo no le va a faltar.

Ante esta saña, ante esta contumacia del barquero del Hades, no es de extrañar que a todos lo seres humanos pensantes (ojo, también existen seres humanos no pensantes: los seres humanos digestivos, de que hablara Ramón J. Sender, quienes sólo se preocupan de comer, cagar y copular) siempre les haya preocupado sobremanera, a lo largo de la historia, el problema de la muerte. La mitología griega nos asegura, como hemos visto, que, una vez muertos, nuestra alma simplemente se mudará al otro lado del río. En eso coincide prácticamente (con matices) con casi todas las religiones, catolicismo incluido. El problema de esta mudanza, lo que nos tiene mosca a algunos, es que nadie sabe de nadie que haya vuelto del más allá y nos haya contado cómo está todo por allí.

A principios del siglo XX el espiritismo causaba furor en todo el mundo civilizado y llegó a infectar a una de las personas más relevantes de la época: Arthur Conan Doyle. Este hombre, aparte de ser el celebérrimo escritor del todavía más celebérrimo detective Sherlock Holmes, tenía estudios de medicina. O sea que tonto no era. Pero nadie está libre de ser contaminado por una enfermedad contagiosa (y el espiritismo lo es) si no toma las precauciones adecuadas. El caso es que A.C.D. le aseguro a su amigo Houdini (sí, el escapista), quien estaba muy afectado por la muerte reciente de su progenitora, que, si asistía a su casa y participaba en una sesión de espiritismo, en la que actuaría de médium su propia mujer (la del escritor), no tendría ningún problema en comunicarse con su querida madre (la del escapista). La sesión se realizó. Pero, lamentablemente, aquello supuso el final de una gran amistad. Al cabo de unos días, Houdini denunció en la prensa que había sido objeto de una auténtica tomadura de pelo. Allí no había habido ningún contacto con el más allá, ni la madre que lo parió. Entre otras cosas, alegaba que los escritos que supuestamente su madre había dictado a la médium estaban redactados en inglés (idioma que su madre desconocía) y que, en los mismos, le llamaba Harry (su nombre artístico), en lugar de Ehrich (su nombre verdadero, el que ella había usado para dirigirse a él cuando ambos estaban vivitos y coleando).

En resumidas cuentas, puede que exista vida después de esta vida (no digo yo que no, cosas más raras se han visto), pero lo que está claro es que no hay ningún tipo de evidencia al respecto, ni científica ni pseudocientífica. Todo se reduce a una cuestión de fe. Así que la gente normal, esto es, la gente que no tiene fe; la que tiene una fe quebradiza, de poca consistencia; la que tiene una fe oscilante, que varía al ritmo de su propio estado de ánimo o de los avatares de su vida diaria…, toda esa gente no puede dejar de ver la muerte sino como un gran abismo, como el mayor de los abismos. Y un poco de miedito sí que da, la verdad. Un torero diría que no le tiene miedo a la muerte, sino respeto, pero los toreros no son gente normal. Así que la cuestión es cómo nos enfrentamos al abismo. ¿Cual es el estado de ánimo más adecuado para hacer frente a la muerte? ¿Nos ponemos a tocar el violín, como dicen que hacían los miembros de la orquesta del Titanic, poco antes de que éste se hundiera? En principio, yo creo que ésta sería la solución ideal. ¿Para que vamos a desesperarnos y a correr como pollos sin cabeza (como diría John Benjamín Toshack), de un lado para otro, si nada no nos va a servir de nada?

Los estoicos insistían en que la actitud con la que nos enfrentamos a las cosas es fundamental. Según Epicteto: “no son las cosas que nos pasan las que nos hacen sufrir, sino lo que nosotros pensamos sobre esas cosas”. Y, por otra parte, es verdad que esa gran cosa que es la muerte es una cosa con la que, en realidad, nunca nos tendremos que enfrentar. Como dijo Epicuro (éste no era estoico, pero poco le faltaba): “no hay que preocuparse por la muerte, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros no somos”. Bueno, está claro que estos griegos, aunque yo los quiero mucho, eran un poco tramposos. Hay mucho de juego de palabras en sus sentencias y aforismos. Pero, en cualquier caso, como principio general, creo se puede establecer que la actitud positiva ante la vida es la más sabia y que la paciencia es una virtud inmejorable para encajar las desventuras que, tarde o temprano, nos deparará la vida. A veces parecería que nosotros mismos, nuestra propia forma de ver las cosas, influye sustancialmente en las cosas mismas que nos pasan. Como se dice en el Talmud: “las cosas no son como son, sino como somos”.

Ahora bien, después de toda esta prédica a favor del estoicismo y de la resignación ante las desgracias, he de decir (quizá contradiciéndome) que es tan brutal e incomprensible el fenómeno e la muerte, que no sólo entiendo, sino que justifico cualquier tipo de actitud ante la misma. A continuación expondré dos tipos muy diferentes de comportamiento ante el fallecimiento de un ser querido, ambos perfectamente humanos y ambos perfectamente comprensibles.

I

Aunque no soy muy aficionado a los camposantos, ni a la necrofilia en general, una mañana de mis vacaciones en Buenos Aires, me planté en el recoleto cementerio de La Recoleta, atraído por su extendida fama y dispuesto a perderme entre sus mausoleos y sus ángeles de piedra. En la entrada, una joven me preguntó si quería visitar la tumba de Eva Perón. Le contesté que no tenía un interés especial en ello, pero que, si me lo recomendaba, desde luego que lo haría. Antes de venderme un plano con la localización exacta de las tumbas de todos y cada uno de los próceres de la nación allí enterrados (entre ellos, Evita Perón), mantuvimos un breve dialogo. Al contrario de lo que yo había pensado inicialmente, ella no era peronista, sino todo lo contrario. Su interés en el interés de los demás por la tumba de Evita era sólo el modo que tenía de abordar a sus futuros clientes. Su animadversión hacía los peronistas era absoluta. Cuando me dijo que el peronismo había sido incluso peor que el nazismo y el estalinismo, le pregunté si quizá no se estaría excediendo en sus críticas, a lo que ella respondió que esas dos ideologías habían sido, sin duda, responsables de la muerte de muchos millones de personas, pero que la perversa particularidad de los peronistas era que no sólo mataban el cuerpo, sino también el alma. En fin, no era (ni soy) experto en historia ni en política argentina, pero la acusación se me antojaba demasiado radical, producto más de la emotividad (por no decir de las vísceras) que del racionamiento. Luego pensé que el único efecto positivo que se podría encontrar en esa actitud salvaje de los peronistas (matar cuerpos y almas, ahí es nada) sería el de aligerar en buena parte el trabajo de Caronte, que tendría menos almas que trasladar de una parte a otra del río.

Mientras dirigía mis pasos hacia la tumba de Evita (por algún sitio había que empezar), me detuve a contemplar de cerca una escultura de bronce que había al lado del camino y que me llamó mucho la atención. Representaba a una joven alta y delgada, de cabello y vestido largos, acompañada de su perro, al que acariciaba la cabeza. Una escultura sumamente original, de estilo neogótico (en un mundo, como el de las necrópolis, en el que tanto abunda el clasicismo más riguroso). Se diría una imagen procedente de alguna de las películas de Tim Burton. La joven en cuestión se llamaba Liliana Crociati y murió de manera trágica: se encontraba con su marido pasando unos días de vacaciones en una estación europea de esquí y les sobrevino un alud mientras dormían. Sólo contaba 26 años de edad. El epitafio es un desgarrado grito de dolor en el que el padre se queja amargamente de no entender la razón de la muerte de su querida hija. De distintas formas, hasta 15 veces se pregunta el por qué de la misma. Y arremete contra todo. Contra el destino (“sólo el destino sabe el por qué”). Contra la naturaleza (“eras tan bella que la envidiosa naturaleza te destruyó”). Y contra el mismo Dios (“¿por qué, si hay Dios, se lleva consigo lo que no es suyo?”). Esta última reclamación, realmente sorprendente, raya en la blasfemia (si no incurre directamente en ella).

II

Como un ave migratoria más, este verano, huyendo del insoportable calor madrileño, me fui un pasar unos días a Irlanda, al hermoso pueblecito de Irelyn. Una de mis actividades más placenteras cuando estoy allí (no es la primera vez que voy, como mis lectores más fieles ya sabrán) consiste en recorrer la denominada Ruta Verde, que transcurre al borde de una gran ría (prácticamente, un fiordo) y que une Irelyn con el pueblo de Midlands. Debido a alguna extraña circunstancia que desconozco, dicha ruta pasa durante unas decenas de metros por unos llamados “Jardines de la Memoria” (dependientes de un centro católico), en donde se homenajea y recuerda a los familiares fallecidos. En dichos jardines leí este año esta inscripción en una placa de mármol, al pie de un árbol:

El cuco llega en abril.
Canta su canción en mayo.
A mitad de junio cambia de melodía
Y en julio se marcha volando.

En toda Europa el cuco es el heraldo de la primavera. De forma contraria al lema de la casa Stark, de Juego de Tronos, “Winter is coming”, la llegada del cuco a nuestras tierras viene a decirnos: “Winter has gone”.

La serenidad y la resignación que revela el poema son verdaderamente conmovedoras. Nosotros, como el cuco, estamos de paso por esta vida, y lo mismo que un día llegamos a ella, un día nos tendremos que marchar. Pero aquí, más que de estoicismo, yo hubiera hablado de flema británica. Una vez realizada la pertinente consulta en internet, me entero de que el mencionado poema no proviene de Irlanda, sino del Reino Unido, del condado de Gloucestershire. Mi intuición había sido acertada. La utilización de estos versos como metáfora de la vida debe de ser, en cualquier caso, cosa del familiar del difunto o del centro religioso, ya que esta rima se canta alegremente, hoy en día, por los niños de todas las guarderías del Reno Unido.

Texto agregado el 16-09-2022, y leído por 86 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-09-2022 Interesante narración. A lo largo de la historia después de ese increíble poema cómo es la Divina Comedia muchos escritores le han dedicado especial dedicación al barquero de la ultratumba. El fanatismo político es el que destruye vidas y almas. Lo del cuco es asombroso cómo los designios que guada el destino para todos. azariel
 
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