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Estos retos fueron parte de un evento en Youtube llamado Escritubre, liderado por la escritora Lorena Amkie. (editado hoy en honor a IGnus - gracias por leer). Cada veinticuatro horas, había un nuevo reto pero no mucho tiempo para todas las correcciones que una novata como yo debe realizar antes de publicar un relato. Este es el número veintidós y la temática a seguir era:

“El fabricante de queso que un día descubrió que uno de sus quesos había matado a una diva de la ópera”.

Abajo, mi contribución.




El dueño de la quesería más exclusiva de la región se paseaba a paso apurado por fuera de su planta de elaboración. Sobre un pilar que adornaba el jardín trasero, posaba un paquete. De tanto en tanto, el dueño lo tomaba y lo hacía saltar, como quien airea las lechugas recién lavadas. Se sentía desesperado: había esperado este momento con fervor y ahora no tenía las agallas para hacer entrega de este regalo en persona.

Los trabajadores de turno, en su totalidad latinoamericanos, sabían lo que aquella cajita dorada escondía en su interior: el patrón había trabajado toda la noche para finalizar el más preciado regalo que él pudiera darle a su amada diva: el queso perfecto.

Desde la terraza del comedor en el segundo piso, éstos le seguían el paso y comentaban entre platos, algunos a veces, sin dejar de masticar.

Luis Alberto, originario de Perú, venía recién incorporándose a la reunión.

—¿Por qué el patroncito se anda paseando… yo diría como medio perturbadito, allá afuera, pe? —dijo, sentándose al lado del chileno.

—Yo creo que quiere bajarle el queso a la diva, pana. Ella llegó hace unos días y se va a presentar en el Operatón hoy por la noche —relató en voz baja Jayden, boricua de corazón—. El jefazo desde ayer que anda todo acicalado. ¿Lo ven? Cepillado de peluquería, traje y zapatos nuevos... y no son del mall chino, eh.

En el jardín, el jefe no paraba de caminar de un lado al otro, rascándose la barbilla; sin saber qué hacer. Deseaba con todas sus fuerzas que esta ofrenda le consiguiera esa cita soñada por años pero, por timidez, preferiría que la entrega la hiciera alguno de sus empleados. El jefe volvió a darle saltitos a la caja una vez más, era parte del encanto.

—Yo cacho que hace rato que el mandamás anda con el medio queso. No para de hablar de la Diva con ojitos de enamorado —se burló el chileno con la boca llena.

—Che, quizás el patrón tiene la malla llena de suero pero de verdad que esa diva ¡es un queso!

—¿Viene de los Andes? —preguntó el peruano, sin entender.

—No, po, master. Significa que la diva está rica —aclaró el chileno mientras le pasaba la lengua a un pedazo de camembert.

El puertorriqueño, con un mondadientes en la oreja, descansó la espalda en el respaldo de la silla y comandó:

—No hablemos más de la diva y repartámonos el queso de ayer, que yo terminé mi turno y me quiero ir. Además, hicimos un buen trueque, ¿no? Yo solo quiero lo que me corresponde.

—¿Tú también andas con la leche cruda? —dijo uno que nadie sabía de dónde venía.

El peruano sospechaba que con "el queso de ayer" no se referían a un queso de verdad, sino al trueque clandestino que mantenían a escondidas del jefe: el queso de la quesería era bueno pero las semillas, las almendras y las avellanas eran aún mejor. El día anterior, habían logrado trocar queso por nueces de Irán gracias a unos contactos del boricua, pero el tipo no le caía bien al peruano: los largos bigotes rosados y el tinte azul sobre el pelaje del caribeño, ese estilo relajado con el que se sentaba sobre sus patas traseras; todo en él le parecía ridículo.

—El que pide en exceso, le dan lo que envuelve al queso, pe —comentó envidioso.

—¡Sos un salame, che! El que menos laburó fuiste vos —le reprochó el argentino: el peruano había llegado tarde toda la semana.

—Yaaa… poo. ¡Te fuiste al chancho, po! —exclamó el chileno en defensa de su vecino de asiento—. No cachai que el pobre pe tiene que llevar a su ratoncita al jardín, ahora que la jefecita del hogar tiene pega fija en el laboratorio.

—No sean ratas —declaró el no identificado. Alcanza bien para todos y sobra. Ya, vamos moviendo las patitas antes de que vuelva a subir el jefe y nos pille con las manos en las nueces.

—Creo que lo correcto sería, pe, que sigamos dejando parte de nuestro botincito en el comedor para que el jefecito también se deleite, ¿si? —concluyó el peruano.

Todos los presentes asintieron y así lo hicieron.



—Estamos de acuerdo —dijo el encargado del teatro—, pero me parece muy extraño. Nuestra cocina internacional es famosa por sus deleites.

—Solo anote bien para que no tengamos problemas. El temperamento de la diva también tiene su fama, ¿no cree? —agregó la asistente personal de la diva.

Estaba cansada de esta "vida en esclavitud al servicio de una desgraciada que ni siquiera cantaba bien". «¡Si solo ella pudiera tener la oportunidad de demostrarlo!», pensó esperanzada.

La asistente levantó la nariz y estiró sus patas delanteras, visualizó las luces del teatro sobre su rostro; ella vestida de seda mientras las más bellas melodías de Pavarroti salían por su garganta… Pero la diva jamás se lo permitiría.

—Ehem —carraspeó el organizador—. Entonces, nada de Moussaka Griega, Jimbdak Coreáno, Enchiladas Mejicanas…

La asistente se dejó llevar solo un pequeño instante más bajo el foco de su imaginaria fama y recobró la compostura.

—Exacto. Nada. Absolutamente nada de queso. Y le digo lo siguiente en estricta confidencia: la diva carga con un doble mal; tiene un corazón débil y sufre de turofobia. Si la diva ve un solo pedazo de queso en su camarín le va a dar un paro cardíaco y ahí quedó el espectáculo, ¿cappicci? —amenazó.



Esa noche mientras la diva cerraba su acto, la asistente recibió el regalo que el fabricante de quesos había enviado con el peruano, su más fiel empleado. Angustiada, la asistente tuvo una revelación. Antes de subir al escenario, la Diva le había entregado la fulminante noticia que el puesto de segunda voz no sería de ella; la diva se lo entregaría a esa rata topo desnuda llamada Esther.

Esto no podía ser una coincidencia. La asistente observó la cajita dorada que cargaba en sus manos con gratitud y la colocó delicadamente sobre el maquillador, debajo de la toalla que la diva usaría para secar su sudor al terminar la función. La asistente podía sentir el exquisito aroma que salía del paquete. Ya estaba harta de la diva, de Esther, de todos y todas. «¡Qué sea lo que Ratatoui quiera!», decidió cerrando la puerta que mostraba una gran estrella detrás de sí.


Un año después, en el comedor de la fábrica, el jefe y su personal miraban un evento televisivo en memoria de la diva. En una entrevista, su antigua asistente revelaba la mala fortuna de un furtivo pretendiente, quien queriendo brindarle un regalo, terminó siendo la causa de su muerte.

El jefe sintió su corazoncito de ratón cargado de tristeza y arrepentimiento. Los empleados lo observaban con empatía, sabiendo que él no tenía culpa alguna pues no sabía de la fobia de la diva.

El peruano sintió lástima y le acercó un delicioso plato de avellanas. El jefe tenía cara de estar en otro mundo. Repentinamente, la cara del jefe se iluminó como si una profunda certeza lo invadiera pero rápidamente, frunció el ceño, miró a su alrededor y exclamó:

—¡¿Me puede alguien explicar de dónde sale tanta nuez, almendra y avellana?!

Texto agregado el 23-10-2022, y leído por 83 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-11-2022 Jajaja! Al final el jefe volvió a ser el jefe. Me hiciste reír un rato, especialmente la parte donde cada uno habla con los modismos de su país. IGnus
 
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