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Yo alquilaba un monoambiente en un segundo piso que lo mejor que tenía era un balcón que daba a la calle. Entonces estaba desempleado desde hacía varios meses y bajaba todas las mañanas a comprar el diario, revisaba los anuncios clasificados y seleccionaba los avisos de trabajos que me parecían interesantes. A veces me presentaba para alguna entrevista si es que no me encontraba con demasiados postulantes delante de mí en la fila, algo que no se daba comúnmente. También solía caminar por el barrio en busca de algún trabajo aunque fuera precario y temporal, como vendedor en comercios o telefonista o ayudante de cocina en los restoranes cercanos, cualquier cosa que sirviera para al menos pagar el alquiler y tener otra perspectiva, y cuando parecía que el empleo era mío resultaba que la paga era demasiado poca y las condiciones no eran buenas. Sin estudios ni oficio y sin más experiencia que la de haber trabajado de cadete primero y de administrativo luego doce años en la misma oficina trabajaba entonces de buscar trabajo y tampoco es que fuera muy bueno en eso. También salía con Mónica y me esforzaba cada vez más en mostrarme seguro y optimista con ella, sobre todo cuando nos reuníamos con sus amistades, hasta que una vez me insinuó que sus amistades no tenían por qué enterarse de mi situación. «Tu situación» solía decir Mónica. No mucho tiempo después decidí no mezclarme con aquellas amistades hasta que finalmente corté la relación en medio de una discusión cualquiera. Lo recuerdo porque no fue planeado de antemano. La idea, el sentimiento o lo que fuera respecto a terminar con Mónica no se me había ocurrido un día o una hora antes; sucedió que discutíamos en el supermercado y las palabras vinieron a mi mente, hice silencio para escucharla y cuando terminó de decir lo que estaba diciendo le dije que ya estaba bien, que no quería verla más; y acaso porque hacía bastante tiempo que estábamos juntos y la nuestra no era una mala relación en absoluto ella interpretó mis palabras como una ocurrencia del momento, como una reacción enajenada por la ira o por la tristeza de la situación, y siguió hablando como si nada afianzada en sus argumentos, en la validez de sus quejas; creo que hasta se rio y me agarró la mano para que la mirara, para que volviera en mí o reaccionara de mi insensatez, algo así. Pero yo giré la cabeza hacia otro lado, tal vez incrédulo de mis propias palabras, sorprendido por las consecuencias irreversibles que, entonces sí estuve seguro, me traerían. Después la dejé en su casa con las bolsas de su compra. Al día siguiente, fue miércoles, puse el auto en venta, y esa misma tarde pasó que me lo encontré a Martin.
Martin Sztryk fue mi compañero en aquella oficina por casi dos años y aunque en ese tiempo llegamos a relacionarnos bastante, tal vez no lo suficiente para ser lo que se dice amigos. En ocasiones hablábamos de nuestras vidas a la salida cerveza de por medio en algún bar donde Martin nunca se quedaba hasta más de las 7 porque, siempre lo decía, en su casa lo esperaban su mujer y su hijita. A él lo despidieron unos meses antes que a mí en medio de una situación que nunca quedó muy clara: hubo un faltante sustancioso de dinero del que acabó siendo culpado, aunque hasta donde supe no pudieron probarle nada cabalmente. Cuando empezó en la compañía era el más joven (veinte años) y quien mejor se manejaba con el paquete Microsoft Office, sobre todo con Excel y las bases de datos, lo que le auguraba un buen futuro además de buenos sueldos. También se dijo que tuvo una relación con la esposa de alguien. Al principio lo llamábamos Martín y él aclaraba que su nombre era Martin, sin el acento agudo español, porque su padre era alemán y así se decía y así lo llamaban todos desde siempre, que no era tan difícil y, por cierto, ese apellido suyo que nadie sabía pronunciar lo decíamos Estrik y él decía que mejor le dijéramos Martin a secas. El caso es que de un día para el otro se fue sin despedirse y no supimos más de él.
Aquel miércoles del reencuentro había imprimido en casa unos cartelitos con los detalles del auto y mi número de teléfono y hecho después fotocopias que distribuí por negocios del barrio. Ya que lo dejaba en la calle también le puse una lata en el techo. En eso estuve casi todo el día. Cuando regresé de esparcir los cartelitos tenía un mensaje de Mónica en la contestadora, que enseguida pensé en borrar sin más pero por algún motivo dejé para escuchar después. Serían las 6 de la tarde cuando bajé a comprar cerveza y lo encontré a Martin: yo salía del chino con mi botella y lo vi bajarse de un coche rojo sobre la mano de enfrente. Al reconocerlo esperé que cruzara la calle hacia mí para saludarlo. Creo que supuse que sería un intercambio rápido y más bien obligado de su parte y luego seguiríamos cada uno con lo suyo. Pero Martin me sorprendió con un largo abrazo como esos que se dan los viejos amigos que se encuentran después de haberse echado de menos. Él llevaba una mochila colgada del hombro; lo abracé a medias con el brazo libre, ya que tenía la cerveza en la mano, y le di un beso en la mejilla.
Parados en la vereda me contó que vivía a unas quince cuadras y que de camino a su casa hacía una parada en ese mismo supermercado. Enseguida se mostró interesado en mí, preguntó si seguía en la oficina y me instó a recordar nuestras salidas al bar después del trabajo. Hablaba rápido y pasaba de un tema a otro; nos acordamos de nuestros compañeros y sus manías; daba la sensación de que se lo había pasado bien en la empresa o de que guardaba la experiencia con cierto cariño. Entonces le conté que estaba desocupado y sin pareja (no conoció a Mónica aunque sabía de mi relación). El encuentro me puso de buen humor y después de unos minutos de charla lo invité a casa a tomar la cerveza, a lo que accedió.
Tal vez porque casi no tenía amigos y me encontraba aislado de los pocos que me quedaban, en ese momento sentí que con Martin tendríamos cosas en común: él no hacía mucho tiempo había pasado por lo mismo que yo, y el hecho de verlo bajar de su auto con aspecto despreocupado me dio a suponer de alguna manera que se había recuperado y sus cosas iban bien. Al entrar a casa se quedó parado mirándolo todo. Dejé la cerveza en la mesa y fui por los vasos. Entonces él dejó la mochila sobre una silla, se quitó la campera y de un bolsillo sacó las llaves y la billetera, que dejó junto a la botella, colgó la campera del respaldo y se sentó.
Está lindo el rancho. Pensar que estamos tan cerca y no nos habíamos visto desde aquella vez, dijo.
Serví los vasos y le pregunté por la nena y por su mujer.
Salud, dijo. Carla está de cuatro meses, Anita está hermosa, estamos bien.
¿El segundo?
Claro, más de uno por año no se puede. Se rio. Acabó el vaso de un largo trago. Contame cómo van tus cosas.
Acá me ves, dije. Comiéndome la indemnización, buscando laburo. Está un poco difícil la cosa. ¿Vos estás trabajando?
Sacó del bolsillo del pantalón un Blackberry de los primeros que salieron; entonces era una novedad. Escribió algo con ese tecladito que se me hacía incómodo.
Laburo con mi suegro. No puedo decir que me vaya mal, dijo al fin. Se quedó con el aparatito entre las manos.
Volví a llenar su vaso.
Pero está bueno estar soltero, ¿no?, dijo. Dejó el teléfono y agarró el vaso lleno.
Todavía no sé bien. En realidad fue ayer que cortamos, le aclaré.
Las minas van y vienen. Con esto de laburar con mi suegro se me complica un poco, pero extraño salir de trampa por ahí, lo necesito. Uno no puede vivir de la casa al trabajo, ¿no?
Pero por lo menos tenés laburo. No te quejes.
Para nada, nunca me quejo. No me puedo quejar. Pero te veo a vos acá en el bulo este tranquilo sin nadie que te hinche las pelotas y me parece muy piola. Salir al chino a comprarte una birra y tomártela tranquilo; yo…, dijo, y parecía que iba a seguir hablando, pero se interrumpió como arrepentido. ¿Me entendés, loco?
Creo que sí.
Y siguió hablando: andás en pelotas por tu casa, comés cuando realmente tenés hambre y si no tenés ganas de hacerte la comida te tomás unos mates o una birra sin explicar nada a nadie y si te sentás a ver porno no tenés que bajar el volumen, ¿o no, flaco?
Quedó callado mirándome a los ojos unos largos segundos como esperando respuesta. No dije nada. Me quitó los ojos de encima y levantó el vaso.
Salud por eso, dijo.
Salud, dije. Chocamos los vasos y enseguida los vaciamos.
Martin parecía apurado. Atento al teléfono sobre la mesa como si esperara una llamada o algo se rascaba la cabellera rubia y rala, bebía rápido. ¿Da para algo de música?, dijo.
No sé si te gusta lo que hay. Le señalé el pequeño equipo de audio que estaba sobre un estante. Fijate los discos ahí abajo.
Se levantó con el vaso en la mano. Fue al estante y se puso a revisar los discos compactos; no era mucho lo que había. Agarró la pila y se sentó en el suelo, volvió a terminar la cerveza de un trago. Este, exclamó con cierta emoción. Puso uno de Radiohead y volvió a su silla.
Nunca hablamos de música, dijo. Me encanta ese disco.
Ya sonaba Airbag y Martin asentía con la cabeza al ritmo de la canción y hacía la mímica de la batería con los brazos.
Ok Computer es el que más me gusta de ellos, dije, aunque en realidad era el único que les había escuchado.
Discazo, dijo. Levantó la botella y comprobó que estaba vacía. Pidió permiso y fue hasta el balcón; lo seguí.
Se apoyó en la baranda y miró hacia abajo. Afuera estaba oscuro. Qué lindo un balcón, dijo.
Ahora porque es invierno no te tapan la vista las ramas del árbol. Pero en verano la sombra es fresca, no sabés.
Podríamos ir a buscar un par de birras. Si no, me voy a tener que ir rengo.
Estoy sin un mango, Estrik.
No jodas, flaco. Yo tengo. Por una vez que nos vemos hagámosla bien, nada, por los viejos tiempos de oficina. No sabés cuánto hace que no escucho un buen disco tranquilo con una cerveza fría y un amigo.
No me pareció mala idea. Hacía mucho que tampoco me dedicaba un tiempo a escuchar música, ni hablar de amigos. Fui a buscar una bolsa y un envase mientras Martin se ponía la campera. Agarré la botella que estaba sobre la mesa y la metí en la bolsa junto con la otra.
Cuántas llevás, preguntó.
Dos.
Agarrá otra si tenés. Una que nos tomamos más dos serían tres, eso es impar.
Me lo quedé mirando como a la espera del final del chiste.
Traé otra, dale, insistió.
Obedecí. Antes de salir apagué la música.
Volvimos al chino y elegí las cervezas de la heladera mientras Martin recorría los pasillos. Agarró unos paquetes de snacks y se demoró un momento en la góndola de las bebidas. Fui con él y me preguntó si me gustaba el vodka.
Claro, Estrik, pero, ¿no será mucho?
Nunca se sabe, flaco. Si no lo tomamos te lo dejo para la próxima.
A la salida ni siquiera miró su auto estacionado en la vereda de enfrente, como si lo hubiera olvidado. Pensé que podría traerlo hasta la puerta de casa, pero no dije nada.
Las chinas nomás cogen con chinos, ¿no?, dijo mientras caminábamos.
Y qué sé yo, no creo.
Te digo por las de los supermercados, no por las chinas en general. Siempre vienen en yunta la china con su chino. La de la caja está bastante bien; me gustan esas tetitas puntiagudas que tiene. La otra vez andaba sin corpiño, tenía una remera debajo de la campera. Sin corpiño. Nada. La remera era blanca y se le notaban los pezoncitos oscuros.
Preguntale, le dije.
Qué cosa.
Si solamente coge con chinos.
No, flaco. Mirá si me oye el chino y me surte una patada voladora. También vi que tienen un pibito; siempre hacen un chinito en los supermercados chinos.
Sí, ya sé, lo vi. Es increíble que vengamos al mismo chino y no nos hayamos cruzado antes. Qué loco, dije.
Es la tercera vez que vengo en realidad, creo. Está linda esa china. Lo bueno de las chinas es que no son calientapava como las otras, las chinas te lo dicen todo nomás con los ojos. La mirada de una china vale más que mil palabras, ¿sabías? Se rio.
A mí lo único que me dice la china es si tengo envase, dije.
Cuando volvimos Martin cayó en la cuenta de que se había dejado el teléfono y pareció alarmarse. Al verlo sobre la mesa se tocó el bolsillo del pantalón y después se agarró la cabeza. Enseguida revisó la pantalla.
La puta madre. Cuatro llamadas perdidas tengo.
¿Pasó algo?, le pregunté mientras él escribía rápido con esas teclitas.
En este tiempo que nos fuimos me llamó cuatro veces y me dejó tres sms, eso pasó. Te das cuenta de que no se puede ir a ningún lado, ¿no? Nunca te cases, flaco.
Dejé el vodka sobre la mesada. Metí dos botellas en la heladera y abrí la otra sobre la mesa. Serví los vasos.
Vas a ver que en diez segundos llama, dijo, y tomó un trago todavía parado junto a su silla con el teléfono en la mano.
En efecto, enseguida sonó. Lo dejó timbrar varias veces y acabó el vaso antes de contestar.
Estoy en lo de un amigo, dijo después del hola. Dejó el vaso. Caminó hasta el balcón.
No, amor. No me di cuenta de la hora. Es que me encontré…
Con un amigo.
No lo conocés.
Es que justo salimos y me dejé el teléfono arriba.
Nosotros dos solos.
Dimos una vuelta a la manzana con el perro.
Me dejé el teléfono sobre la mesa, qué sé yo.
Bueno sí, nosotros dos y el perro.
Subimos, me mostró el departamento y bajamos porque había que pasear al perro.
Segundo piso es.
Compañero de trabajo, sí. Vive solo. Nosotros dos.
Del trabajo anterior, amor.
Estamos charlando. Hacía mucho que no nos veíamos.
No. No es Alexis. No lo conocés.
Segurísimo.
Calculo que un par de horas. Sí.
Sí, amor. Un par de horas.
A las nueve. Nueve y media.
Tenés razón, amor. Perdoname.
En la calle.
En la puerta del chino.
Paré a comprar un almendrado y lo encontré en la calle justo.
No, él me vio a mí.
Estamos cerca de casa…
En su casa…
Diez cuadras, doce ponele.
Un almendrado, amor.
¿Por qué raro, amor? Nada. Me dieron ganas de comer un almendrado.
En el chino, sí.
En este chino venden almendrados, sí.
Ya sé que hace frío. Pero un almendrado es un almendrado.
No lo compré al final; nos colgamos.
No sé, amor.
Cualquier cosa llamame.
Sí, amor.
Yo también.
No me da vergüenza, es que ya lo sabés.
Besos.
Te dije que yo también.
Chau, amor. Chau.
Colgó y volvió a su lugar. Era Carla, dijo. Pasa que está más demandante que de costumbre, será por el embarazo.
¿No estábamos escuchando música, che?, le dije para volver a lo nuestro, para que asumiera que no debía explicarme nada o como si no hubiera escuchado o prestado atención.
Fui hasta el aparato y volví a poner Ok Computer.
¡Contame algo, flaco! ¿Tenés alguna mina en vista?
No, che, ¿no te digo que recién me quedé soltero? Qué querés que te diga. Lo que más me preocupa es conseguir un laburo, dije.
Ya va a llegar; vas a ver. Yo la verdad me puse mal cuando me rajaron, ¿sabés? Nunca está bueno eso. Pero todo es por algo en la vida. La verdad que ahora estoy cómodo… Qué bueno que nos hayamos encontrado, che.
Levantó el vaso otra vez y antes de beber dijo salud. Desparramó palitos salados y papas fritas de los paquetes sobre la mesa.
Servite, flaco, dale.
Puse el auto en venta, dije. Si conocés a alguien que ande buscando avisame.
Dale, dijo, y se dedicó a devorar las papas fritas.
Supuse que eso del auto no prosperaría porque no preguntó nada.
Decime, flaco. ¿Laburo de qué andás buscando?
La verdad que de lo que venga, Martin. Si sabés de algo…
No digas eso justito vos, che. Sabés que para buscar laburo tenés que decir lo que querés no por vos, sino por el que te escucha.
Bueno, vos sabés lo que hago, Martin.
Sí, pero yo no soy un entrevistador, tampoco puedo ir a recomendarte a alguien y decir que querés hacer cualquier cosa o que no sé qué querés hacer, ¿viste? Es muy relativo eso, no cae bien.
Me sentí ridículo y quise cambiar de tema. Fui a buscar otra cerveza. Entonces vi en el reloj de la pared que eran más de las ocho y se me ocurrió que de no ser por Martin, por la presencia de Martin, mejor dicho, la ausencia de Mónica habría cobrado más fuerza. Escuché que la música se detuvo y lo vi otra vez en el suelo con los discos.
Cambiemos un poco de onda, flaco. Algo alegre mejor, dijo.
¿No que te gustaba ese disco?
Sí, pero quiero algo más movidito.
Empezó a sonar Bang bang estás liquidado, de Los redonditos de ricota.
Llené los vasos.
Este tema me da sed, dijo, por Héroe del whisky. Enseguida se puso a hablar de un concierto que la banda dio en el estadio de Racing en 1998 al que asistió cuando, haciendo cuentas, era poco más que un niño. Sonaba melancólico, con esa nostalgia exasperante de los que creen haber dejado mucho atrás, una nostalgia que uno encajaría mejor en los ancianos o en los enfermos. Los buenos viejos tiempos de Martin se me hacían recientes. Entonaba como clásicos rescatados al olvido las canciones de una banda vigente, recordaba los cantitos del público, el humo del porro, hacía los movimientos del tumulto sentado en la silla, vivía la música como en otra parte o eso parecía. Después de un largo rato de charla le dio por pedir una pizza. Eran las 9 pasadas y el disco había terminado. Hizo la llamada desde el teléfono fijo a un número que le pasé y encargó además dos cervezas.
Cuando fue a orinar dio la casualidad de que sonó su Blackberry. Volvió apurado con los pantalones desabrochados y con el teléfono en la oreja salió al balcón. Mientras tanto aproveché para usar el baño. Alcancé a distinguir unas pocas palabras de una breve discusión y supuse que las cosas no le irían lo que se dice bien. Cuando salí él ya estaba en la mesa.
¿Pasó algo?, pregunté.
Imaginate. Dice que si voy a cenar a casa. Le dije que no. Que por qué no le avisé, que me tiene que llamar ella, bla bla bla. Por una vez que no voy a cenar a casa tanto lío.
¿Se enojó?
Ojalá. Se hace la que está todo bien y que nomás se preocupa porque pensó que tendría que haber vuelto, pero ya sé que después cuando llegue me va a sermonear hasta el amanecer.
La vida de casado, dije, y me reí como para hacer un chiste. Hay que joderse, dije.
Una vuelta habíamos discutido por una pavada en la cena, ni sé por qué, mirá lo que te digo. Entonces estaba dormido, no sé qué hora de la madrugada sería, y me despierta y me dice tenemos que hablar. Imaginate: abro los ojos y la veo sentada en la cama con los ojos así de grandes y me dice tenemos que hablar. Me dice que la situación le quedó atragantada y que las cosas hay que hablarlas con toda la sinceridad del mundo antes de que se pasen, que si no después quedan dando vueltas y perjudican la relación porque las heridas no cierran, algo así, siempre dice eso de toda la sinceridad del mundo y después se pone a acordarse de cosas. Así son las mujeres, flaco. Pero nada, che, ¿sabés qué? No veo la hora de ir a Brasil.
¿Se van de vacaciones?
Siempre está la idea, aunque no sabemos cuándo por el nacimiento, viste. Antes imposible. Igual lo veo complicado por ahora.
¿Conocen Brasil?, dije.
Fuimos una vez. Me gustaría ir con amigos, ¿sabés? O solo, mirá. Nada. Que te dan ganas de quedarte a vivir ahí. Te hablo de Fortaleza, que es lo que conozco.
A mí me gusta acá para vivir, dije.
Vos porque no vivís con un suegro dando vueltas.
Alguna vez con Mónica fantaseamos con ir a vivir a la costa, dije. No me gustó oírme.
¿Ves este coso? Agarró el teléfono con dos dedos y me lo acercó. Me lo dio mi suegro dijo que para el trabajo. Yo tenía uno mío, una porquería, pero era otro número, mi número, ¿sabés?
Podrías tener dos teléfonos.
No. Quién la aguanta. Al final el otro lo dejé. El viejo tiene una secretaria, una mina de treinticinco, cuarenta, de tu edad ponele. Un día que llovía me pide que, como la mina andaba sin auto, que por favor la lleve a la casa a la salida. Puso unas cajas en el baúl. La llevo. No era muy cerca y cuando llegamos hay un pasillo sin techo y ella vive al fondo. Sacamos las cajas y vamos los dos. Entonces nos mojamos un poco, nada del otro mundo, ¿sabés?, y me dice que pase y me seque. Nada. Entramos, dejo las cajas al lado de la puerta en el piso y cuando me estoy yendo me dice si quiero un café. ¡Bueno! Un café, oquéi. Me entendiste. La cosa es que pone la cafetera y se mete en una pieza, nada, que sale en chancletas, remerita y shorcito, con una toalla enroscada en la cabeza, ¿sabés? ¡Ni que hubiera salido de la pileta!
Quedó callado y tomó del vaso casi vacío. Hizo un hombrecito con la mano y lo puso a caminar en la mesa. El hombrecito mano subió al Blackberry y anduvo lento sobre las teclitas como queriendo escribir algo.
Entonces Martin dijo: ¿Tenía corpiño?
El hombrecito mano se convirtió otra vez en la mano que hizo girar el vaso con tres dedos.
¿No?, dije.
Exacto. No tenía, flaco. Explicame por qué te hacen eso.
Capaz que le dieron ganas de coger, dije.
Son calientapava, dijo.
Me reí.
No te rías. ¿Sabés de lo que estoy segurísimo?
No sé, Estrik, pero es gracioso. Tampoco es que sea algo horrible… Cosas que pasan, llegar a casa y ponerse cómodo, ¿no?
¿Cosas que pasan decís? Nada, flaco. Me juego la cabeza a que el viejo la mandó para ver lo que hacía yo. Eso pasó. ¿Me entendés? No me cabe la menor duda. Vos porque no lo conocés.
¿Tu suegro? ¿Y qué pasó al final?
Sí. Nada. Ni al principio ni al final. Y no hice nada porque en una milésima de segundo se me pasó por la cabeza que yo estaba ahí por el viejo, ¿sabés? Y bueno. Nada, que me dijo que podía ir al baño a secarme, cosa que no hice porque no me hacía falta, viste, ¡obviamente! Así que hablamos dos o tres boludeces del laburo, y cuando me terminé el café me fui.
¿Por lo menos estaba buena, che? Me reí otra vez.
¡Y qué!
Cuando llegó el delivery bajamos los dos. Martin pagó. Al subir las escaleras nos cruzamos con una vecina que bajaba, la del departamento de al lado. Nos saludamos ella y yo con el gesto de siempre. Vi que Martin detrás de mí con las botellas giró para verla de atrás. Linda vecina, dijo; y dado el silencio supuse que ella lo escuchó. Enseguida dijo que podríamos invitarla, y me apuré para que la probable escena terminara antes de empezar. No dije nada.
Nos acabamos la pizza en unos minutos. La cerveza, insistía Martin, estaba estúpidamente fría, así que pidió dejar la botella sin abrir fuera de la heladera. Ya había perdido la fluidez de las palabras, más bien arrastraba las sílabas y los silencios, tampoco se lo veía pendiente del teléfono. Cuando supuse que pensaba irse volvió a poner el disco de Radiohead. A ver si levantamos un poco la noche, flaco, dijo.
¿Qué onda la vecina, che?
Es mi vecina, Estrik. Tiene un gato y eso.
Podés picotear de ahí. Si vive nomás con el gato debe ser bien putona.
Creo que tiene novio, mentí. En realidad no sabía nada de ella.
Pero vos no. Se rio con ganas. ¿Qué problema te vas a hacer ahora, eh? ¿Y si le tocamos un timbre?
¿No viste que se fue?
¿Adónde va a ir así vestida, flaco? Seguro fue a comprar puchos o algo. Si no la querés me la dejás a mí. Volvió a reírse. ¿Cómo se llama?
Elena.
Se sirvió el vaso y anduvo hasta el balcón. Otra vez fui tras él. Otra vez se inclinó sobre la baranda a mirar hacia abajo.
Si vuelve la vemos, dijo.
Capaz que volvió y ya está durmiendo, Estrik, no jodas.
Ponele un poco de onda, flaco. Mi tío dice que el hombre que no persigue a las mujeres es porque es un vago o un conformista, ¿sabés? Los tipos exitosos tienen muchas minas porque persiguen el éxito como a las minas. Si te ponés a pensar, es así. Yo creo que eso está en la naturaleza. Andá a mirar los perros cómo andan atrás de las perras todo el tiempo. Cuando una no está en celo se buscan otra y así, nada, que la vida del perro es garchar perras, igual que nosotros. Y la vida del hombre empieza cuando se pone a perseguir polleras y termina cuando deja de perseguir polleras porque ahí está el principal interés del macho humano. Debe estar en la Biblia eso.
Somos pollerudos, dije.
Nos reímos. Hacía frío de verdad ahí afuera mientras nosotros nos reíamos.
Tendríamos que haber invitado a Elenita a tomar unas birras nomás, dije sin ningún tipo de interés por mi vecina, acaso para seguir la gracia de Martin.
¡Te lo dije! Sos un dormilón, flaco. Así nunca vas a conseguir laburo.
Miré hacia abajo yo también, en algún momento temí que efectivamente apareciera mi vecina y Martin empezara a gritarle cosas.
Entonces dijo: por eso las minas son todas calientapava, porque les gustan los tipos que las persiguen porque las hacen sentirse importantes.
Menos las chinas de los supermercados, dije.
¡Claro! ¡Porque no tienen adónde ir!… Deberíamos tocarle el timbre a la vecina, tenemos vodka todavía.
Ya es tarde, Estrik.
Esos ingleses le dan duro a la falopa, flaco. Sentí cómo lloran lágrimas de ácido.
Tardé en darme cuenta de que se refería a la música.
¿No tenés algo de cumbia, che?, dijo, y volvió hasta la mesa.
No hizo falta que le contestara. Sirvió lo último de la botella y se sentó en su silla.
Cuando terminó el disco preguntó si tenía hielo. Asentí. Propuso un brindis con vodka antes de irse. Sirvió dos vasos y puso un cubo de hielo en cada uno.
Fondo blanco, dijo.
Fondo blanco.
Salud, flaco.
Salud, Estrik.
Después se metió en el baño. Busqué mientras un abrigo para acompañarlo hasta afuera.
Te dejo el vodka para la próxima, dijo mientras se ponía la campera. Guardó las llaves del auto y el teléfono en un bolsillo, subió la cremallera hasta el tope.
En la calle no había un alma. Le dije que dejara el auto donde estaba y se tomara un taxi, a lo que accedió sin vueltas. También decidí acompañarlo unas cuadras hasta la avenida para estar seguro de que no se arrepintiese y le diera por conducir.
Caminábamos en silencio cuando dijo: a veces da la sensación de que se mueven las cosas, flaco, el mundo se mueve, nada. Y uno no va a ningún lado.
Debe ser el escabio, Estrik.
No, en serio. Se mueven la ciudad, el cielo, los autos, los demás mientras uno va y viene va y viene va y viene pero en realidad todo pasa y uno estancado en el mismo lugar como si estuviera al lado de una ventanilla donde pasan las cosas, vos creyendo que el tren se mueve y en una de esas te das cuenta de que en realidad ves una película y el tren está parado con vos arriba. ¿Me entendés?
Te entiendo perfectamente, Estrik.
El mundo nos hace creer que vamos para algún lado.
Cierto.
Y nosotros en el mismo lugar, flaco. En el mismo puto lugar de siempre.
Podemos ir a Brasil, dije.
Qué mierda vamos a encontrar allá, flaco. Puro chamuyo.
Parados en una esquina pidió mi número de teléfono. Se lo dicté varias veces hasta que pudo agendarlo en su aparatito. Me dijo el suyo, pero no tenía para anotar y no pude memorizarlo. Fue la última vez que lo vi: llegamos a la avenida y se metió en un taxi cerca de las 2 de la madrugada.
El jueves me desperté con la resaca de esos casos. No salí en todo el día. En algún momento encontré la cinta de la contestadora en la basura y no pude recordar cómo llegó ahí. También la mochila de Martin bajo la mesa. El viernes temprano en la rutina de comprar el diario vi el coche rojo donde lo dejó nuestra tarde, supuse que cuando volviera a llevárselo me tocaría el timbre.

Texto agregado el 02-12-2022, y leído por 325 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
21-12-2022 Extraordinario cuento. Es versátil ágil, y dinámico. Todo se lee intertextualmente. Maravilloso! Martilu
06-12-2022 Este cuento me recordó la escena de Serotonina cuando los dos amigos escuchan Child in the time de Deep Purple. En algún momento se me hizo algo lento, quizá en las descripciones de los personajes. Lo demás está muy bien, sobre todo la tensión y el cambio psicológico de Martin. Saludos Kroston
03-12-2022 Es increíble cómo los personajes van cambiando a medida que transcurre la noche y me gusta que el balcón cobre protagonismo casi como un personaje más. En algún momento esperé que uno se tirara y cayeras en el lugar común, pero no. Es muy bueno. MCavalieri
03-12-2022 Muy bueno tu relato, es feo caer en la rutina yosoyasi
02-12-2022 Me entretuve leyendo tu cuento. Cosas de la vida cotidiana muy bien relatadas. De hecho, tengo un amigo llamado Martín al que le digo Martin. Menos mal que éste no tiene un auto rojo. PD: Me hiciste buscar el diccionario: No sabía que "Imprimido" era correcto. Saludos! IGnus
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