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Yukio Shige sabe que lo se viene después acabará en un cúmulo de suspiros. Ni siquiera llorará porque vísperas atrás el dolor y la perturbación le han secado las lágrimas. Así que recoge sus binóculos y los descansa en su pecho, sabiendo que debe iniciar la marcha hacia los acantilados que se alzan a una milla de la calzada pecuaria, a tiro de piedra de su casa. Camina a cuestas a través de la luz dorada del atardecer, capeando las sombras alargadas de los árboles de sasaki y el aroma único de los katsuras.

Se detiene por unos segundos a recoger unas flores para enseguida seguir avanzando con su paso lento y bamboleante. A sus setenta y tres años, su corazón se alimenta de las raíces filosóficas del Kogaku y piensa con la fuerza del Eirei que enfunda de heroísmo a los históricos kamikazes; también siente con la delicadeza de un pimpollo de durazno. Tras su jubilación del departamento de policía del distrito, su humanidad se ha ido impregnando de la importancia de ser leal a los antepasados y de cumplir con la noción del deber, incluso si eso implica el sacrificio personal. En honor a los caídos, usa una cinta de mil puntadas amarrada en la frente, símbolo y antítesis de su labor.

En el borde del acantilado hay un banco de madera y sentados en él una pareja en plena madurez que ha podido vislumbrar desde su ventana. De hecho, Yukio ha construido ese banquito para que le sirva de dispositivo de alerta. Vive sólo pero su hogar está lleno de recuerdos, consecuencias y mutismos. Pasados unos quince minutos, alcanza los pedregosos precipicios y llega con la naturalidad y la apariencia de un hombre extenuado, conforme a sus años. Muestra sus respetos con un acostumbrado ojigi y toma asiento.

Durante una hora, todos guardan un absoluto silencio. Es el primer día de otoño, la época del momiji, un breve período de felicidad y aventura para muchas familias japonesas que disfrutan de ver el cambio espectacular de las hojas verdes a rojos y amarillos chillantes.

–Un crepúsculo magnífico –habla por fin Yukio.

–Muy hermoso –le contesta el señor que carga muchos inviernos; le coge el brazo a su señora, una mujer menuda y pulcra, y le da unas palmaditas en las manos.

–Me siento honrado de poder contemplarlo aquí, junto a ustedes –añade con sumo tacto.

–El honor es nuestro, Yukio-san –le responde el señor, lo que causa un efecto de súbito asombro en la faz del recién llegado.

–Conocen mi nombre –dice Yukio, conmovido–. Eso me sobrecoge.

Se postra en el suelo y procede a ensanchar su saludo, ofreciendo con muda atención las flores de albaricoque recién cortadas que sostiene en las manos, en un acto de humildad y modestia que revela a sus interlocutores que la virtud, el respeto y la protección es merecida por todos los seres vivos. Parece fácil de formular, pero no de comprender con certero entendimiento. El exagerado gesto de Yukio les hace recordar que no se debe olvidar nunca la expresión correcta de las normas, o en su caso, el del amor filial, que muchas veces puede ser interpretado de manera ambigua, incluso nula. "Nunca hay que dar nada por sentado ni sabido."

–Un pequeño presente –se los alcanza con la cabeza baja.

–No debió haberse molestado, Yukio-san –le dicen los señores, levantándose del banquito, haciéndole reverencias; el señor se lleva las manos a la cadera y la señora las junta en posición de rezo, mientras se inclinan más allá de los cuarenta y cinco grados–. Por favor, levántese. Mi nombre es Miyamoto y el de mi mujer, Murasaki.

–Ahora los reconozco –dice Yukio–. Son los grandes maestros del Washoku, la mejor cocina oriental. Sus creaciones de arte culinario son muy celebradas más allá de la Prefectura y quizá del Mundo.

La intuición de Yukio presiente que no podrá cambiar nada de la decisión tomada por la pareja. Sabe que están aquí para devolver al mar su sentido de identidad y de pertenencia, perdido no hace mucho tiempo atrás en un evento terrible. Su pasado y su cultura de vivir para trabajar los condenaban ahora. Por eso entiende que los señores vienen a consagrarse en el culto de la contemplación antes de proceder con la jigai y el seppuku, el honroso suicidio ritual. No son para él de esos enfermos mentales que se lanzan desesperados desde los puentes que cuelgan en las estatales de la sociedad de Occidente, como tampoco son personas que padecen de problemas económicos. No. Son seres a los que finalmente la racionalidad de los hechos les ha destruido el ego. Yukio reflexiona sobre esto y sabe que su tarea de retener sus vidas no le resultará fácil. Solo esfuérzate en tu intento número seiscientos noventa y nueve para luchar contra la tradición y los códigos, Yukio.

Miyamoto saca un papel que duerme en una bolsa de su abrigo. En su cara tiene escrito un jisei, un poema de despedida. Se lo alcanza con una sonrisa en los labios. Yukio descubre que es un poema anónimo del siglo IX de la época Heian. Lo que está escrito es un contraste con la realidad que se le asoma a los ojos. Es breve y simple:

"Sin nombre, sin fama,
sin nada especial que me distinga,
sólo lamento
el estado en el que me encuentro ahora."

Murasaki pide permiso a su esposo para hablar, con una ligera inclinación de cabeza:

–Queríamos conocerlo, Yukio-san. Solo me arrepiento de no haber venido antes. Su grandeza iguala al hombre. Por favor, disculpe nuestro mal comportamiento. Somos unos idiotas. Solo deseamos que sepa que lo que usted de lee en este momento, en realidad sea visto como nuestro legado y ser recordados por ello.

Yukio se entristece de escucharlo: es el anuncio de un terrible adiós antes del salto final. Con la experticia de un hombre que concibe la necesidad de sobrevivir para otros, lo rebate con unas palabras poéticas de motivación:

–Amigos míos, no hay porqué hablar de eso. A pesar del torbellino que arrebata sus memorias, siempre habrá una salida, aunque se encuentre escondida en la oscuridad del fondo. Mi voluntad es débil y flaca, el mundo, un lugar lleno de dificultades sofocantes; sin embargo, mi propia vejez me obliga a pensar en que estoy tan viejo que no tengo más opción que vivir.

Murasaki le echa un vistazo a su marido, que, sonriente, de forma humilde, le responde:

–Yukio-san, usted ha sido siempre un hombre virtuoso, desde el nacimiento hasta la ancianidad. Ha llevado una juventud plagada de merecidos reconocimientos. Ha vivido de acuerdo con los códigos del Giri y del Imperio, y ha sometido sus impulsos a las ideas de honor, obligación y deber, por lo que se ha visto recompensado con una buena vida.

»Como antes, vive para los demás. Vive para que otros vivan. Ofrece su mortalidad para que otros se vuelvan inmortales con sus hazañas. Ese es su destino. Es como el espíritu Kitsune, el zorro sagrado, el ángel de los suicidas.

»Pero me temo que nuestra condición es insalvable.»

Yukio vuelve a sobrecogerse ante esta declaración de muerte. Ninguno ceja de observar el bello horizonte.

–Mientras haya un respiro en mí –prosigue Yukio–, no renunciaré a sus vidas. Incluso si me deslizara hacia los infiernos, extenderé mi mano y los agarraré para que sobrevivan.

Miyamoto asiente. Yukio-san es alguien digno, susurra. Es un personaje esforzado, un santo con poderes humanitarios capaces de cambiar los hechos. No ha podido evitar caer redondo de la admiración. Ve a un personaje tenaz y convencido de sus propósitos. Pero no piensa retroceder ni un solo milímetro en la consumación de su destino. Trata de confortar a su nuevo amigo, para no parecer rudo, con palabras que expiden un sabor agrio y melancólico:

–Corta es la vida, y el arte, largo. Por eso, si piensa en obrar, concentre todas sus fuerzas en la tarea. Palabras de su tocayo Yukio Mishima.

–Mishima... –susurró Yukio con un deje de incredulidad–. Recuerdo que también dijo que el cuerpo es una obra de arte y la modestia una estupidez. No lo creo. Tampoco concuerdo con lo que ustedes pretenden acometer.

Miyamoto descubre la respuesta que ha estado buscando por años. Yukio, en una ligereza intelectual, le ha revelado una de las grandes verdades. Piensa en el cuerpo de Mishima y en la comida que él suele preparar. Deduce que el cuerpo humano como obra de arte es imposible, y sin embargo, piensa en que la modestia es una virtud y no una estupidez. En el antiguo shiso, ese pensamiento atávico japonés que fluye en los Akido, el "shinshin-toitsu-do" o "unificación de la mente y el cuerpo", se explica que el cuerpo es un templo santo, no una porción ornamental ni fútil como la guarnición de un plato de comida.

Murasaki gira la vista hacia Miyamoto y lo ve sorprendida. Para la pareja esto es una realidad inobjetable que justifica aún más su proceder. Para el marco filosófico occidental esto representa un rancio conservadurismo.

–Agradezco sus gotas de sabiduría, Yukio-san –le contesta Miyamoto, con un tono firme y ligeramente iluminado–. Ahora entiendo perfectamente que es nuestra culpa. Mía sobre todo. Debí haberlo entendido desde el principio: una comida es una comida sin más. Aunque se le ornamente y se le llame como se le quiera llamar, no pasará nunca de ser una comida, porque esa es su función real; no puede ser una obra de arte porque para empezar no es su función y porque el arte por el arte no tiene propósito ni sentido y existe solo por placer estético para unos cuantos. Como es subjetivo, sin llegar a ser práctico, a final de cuentas acaba siendo lo que es, una opinión personal, una estúpida opinión personal. Acabo de enterarme que no me instruí lo suficiente. Es demasiado tarde. Hoy me persiguen para cazarme dos palabras que sí tienen una función práctica y que desatendí por egoísmo: Obligación y responsabilidad. Ya lo entenderá, paciencia.

–Alcanzo a comprender lo que quiere decirme, Miyamoto-san –asiente Yukio de manera respetuosa–. Por favor, no se juzgue con demasiada dureza. En la vida existen miles de eventos que escapan de nuestro control. Tenga piedad de sí mismo y de Murasaki.

–No lo creo –le responde Miyamoto–. No la tuve con quien la merecía más que ninguno. Espere a escuchar nuestra historia y será el primero en condenarnos. Présteme sus oídos. Hemos venido a ofrecer una confesión.

»Por muchos años, mi mujer Murasaki y yo regentamos un restaurante, un Ramen-ya, en uno de los distritos más ricos de la prefectura de Fukui. Ahí preparábamos los platos de ramen más deleitables, con los fideos y los caldos caseros más exquisitos y exitosos. Yo era muy detallista y perfeccionista en mi trabajo, y me pasé décadas corrigiendo mis recetas y técnicas de cocina antes incluso de que se me ocurriera fundar un restaurante de mi pertenencia.

»Con el paso de los años y el florecimiento de mis habilidades más la capacidad administrativa de Murasaki, me vi obligado a inaugurar mi propio restorán en el distrito este de Higashi y triunfé categórico, gracias a la alta calidad que ofrecía junto a una amplia variedad de platos pequeños para compartir; además fabricaba bebidas alcohólicas caseras que eran la delicia de mis comensales. Mi restaurante era, pues, muy frecuentado y entretenido. Mi esposa y yo éramos felices.

»Tuvimos un hijo, Kaito, un chico que resultó tener un enorme talento para la cocina. Pero no era aplicado y su carácter se torcía en los momentos de mayor tensión. Se puede decir que el origen de nuestras desgracias nace con nuestro propio éxito.

»Sin embargo, reconozco que no todo fue culpa del muchacho. Con sinceridad, la culpa fue mía, por no haberle dado el tiempo necesario que necesitaba. No fui un buen padre, ni siquiera un padre en lo absoluto. El restorán no me lo permitía. Estaba tan absorto en mis creaciones culinarias y me enorgullecía tanto a causa de sus perfecciones que jamás se me cruzó por la mente que debía atender a mi hijo.

»Siendo francos, el niño se formó solo, quizá vagando por las calles eléctricas de Fukui después del colegio, porque ni Murasaki ni yo podíamos cuidarlo. Algunas veces, a lo mucho tres veces por semana, lo llevábamos al restorán y le enseñábamos nuestro oficio, que para mí era no era menos que una maestría plástica. Pronto descubrí que el chico tenía buena mano y gusto para la selección de los ingredientes adecuados para la cocina, de tal suerte que aunque los combinara y preparara sin receta éstos terminaban transformados en un plato no solo delicioso sino en una verdadera obra de arte. No solo se trataba de la buena elección de los ingredientes sino también de la presentación de la vajilla.

»No sé de dónde sacaría el conocimiento de servir el ramen en un tazón de cerámica con patrones dibujados en la técnica de los "tenmoku", el ojo del dragón, muy apreciados por la ricura de sus detalles intrincados y sus colores vivos; a los clientes les pareció una idea fantástica, digamos que surreal y se empecinaban en que se los sirviera en ese tipo de vajilla. Los fideos, que yo elaboraba con entrega de manera artesanal, los servía cocidos a la perfección, junto con ingredientes elegidos y dispuestos con cuidado, como rebanadas finas de carne de res, hongos shiitake, brotes de bambú, cebolla verde y un huevo cocido a baja temperatura. El caldo le quedaba de un translúcido divino, increíblemente rico en sabor y aroma. Todo aquel que tenía la feliz oportunidad de comer su plato, sentía que vivía una experiencia visual y gustativa única, por demás emocionante. Como es evidente, expandí el negocio restaurantero y lo convertí en una cadena de hostelería.

»Me enganché demasiado con este descubrimiento y otra vez me olvidé de mi hijo y me enfoqué en cultivar y florecer su genio. Craso error. Comencé a presionarlo. De la forma más gansa. Al salir del colegio, le exigía largas horas de trabajo y prácticas sin sentido. Despunté en agotarlo física y mentalmente, a él, un chico de espíritu libre que había conocido la libertad de las calles de Fukui.

»Yo, por supuesto, era incapaz de comprenderlo y le recriminaba con acritud, día tras día, su falta de disciplina y su personalidad para mí permisiva y autocomplaciente. Murasaki tampoco pudo entenderlo, puesto que vivía bajo mi régimen y pensaba que el chico por el hecho de ser un chico debía acatar mis órdenes y formar su carácter a semejanza mía, uno exitoso y respetado. Para ella, aquel “adiestramiento”, era “lo correcto”.

»En realidad Kaito nos importaba poco. Nos preocupábamos más por la cadena y por nuestra reputación que por su bienestar. Ya no le dejábamos salir, ni visitar a los amigos, ni iba al cine, ni tampoco jugaba béisbol en el parque, incluso ya no era capaz de pensar por sí mismo, sino era bajo la tutela del “equipo familiar” que formábamos mi mujer y yo, unos desequilibrados emocionales. Todas sus opiniones respecto a cualquier tema le eran rápidamente censuradas.

»Yo se las censuraba y en cambio le inculcaba los valores fundamentales del Gaman, el de la perseverancia y del gran honor que consisten en trabajar duro y resistir a la adversidad, incluso en las situaciones más difíciles y perversas, como la propia relajación y el libertinaje de los sentidos.

»Con el gran talento que Kaito poseía, decidimos que no sería un chico del montón, así como de que no sería capaz de atreverse a avergonzar a su familia, sino que se transfiguraría en una especie de súper hombre. Sobre esto, yo comencé a no admitir errores. Se lo remarcaba. Él debía tener una profunda conciencia de que solamente los hombres fuertes sobreviven y dejan su impronta en la Tradición. “Se fuerte como el roble y suave como el sonido del río”, solía decirle. Esa era mi filosofía de vida. Le inculcaba con ello que el trabajo duro, constante y dedicado junto a la armonía intelectual era el único medio capaz de lograr objetivos, cualquiera que éstos fueran.

»No sé qué sentido tenían todas esas tonterías que machacaba como un loro, puesto que yo y mi mujer éramos ricos y admirados por todos. Pero no hay tres sin dos, y yo estaba convencido de que no había más camino que éste, una especie de Bushido, ese burdo artificio literario que ha servido de guía a jóvenes osados, geniales y guapos que, poco a poco, a punta de golpes psicológicos, acaban por convertirse en unos estúpidos.

»Mi éxito debía ser universal. Apreciaba la excelencia artística y gastronómica de Kaito, mas no su persona, que seguía pareciéndome débil y sin carácter. Me pareció escucharlo decir a sus compañeros que algún día se iría vivir a un pueblo, no, mejor dicho, a una isla, a la de Gunkanjima. Aquello me enfureció porque todo mundo conoce la afrenta que aquello representa para Japón. Le di tres golpes en la cabeza para que dejara de pensar en sandeces.

»Por supuesto, yo no sabía lo que en realidad me estaba diciendo con lo de la isla porque solo pensaba en mí y en mi gloria. Si hubiera tenido el mínimo de cerebro, habría entendido que la isla es un símbolo de la rápida industrialización de Japón, también un recordatorio de los crímenes de guerra japoneses que la utilizaron como sitio de trabajo forzado antes y durante la Segunda Guerra Mundial. ¡El chico me lo estaba advirtiendo! No solo a mí, sino que a todas las personas de su alrededor. Kaito gritaba por ayuda. Fui un estúpido. ¡Pero quién para saberlo!

»Fue en esos días, hace cinco años, que leí un artículo de occidente sobre la excelencia culinaria a nivel mundial. Era un ranking en donde cada puesto ganador llevaba adosado un poco de su historia matria. Alababan la cocina francesa. Y la de nuestro país le seguía como la mejor, y hacían una remembranza un poco exagerada de las comidas de Tokio. ¡Tokio, Tokio, Tokio!, me dije amargado. ¡Es que no nos representa! Aunque me gustó la forma en que procedieron con la publicación, de pronto, sentí que la Prefectura de Fukui debía ser conocida y enaltecida por todos los habitantes de la Tierra, y yo y mi familia estaríamos a la cabeza. Es tonto, lo sé. Pero me enceguecí con la idea. Murasaki creyó también que era lo correcto. Por todos los medios posibles, decidí inscribir mi cadena de restoranes para recibir una estrella Michelin, pues deseaba que fuera un “destino culinario internacional” y honrar con ello a mis antepasados. Las dimensiones de mi ambición competían con la largura de mi imbecilidad. Me registré para la evaluación. Lo que me confundió fue que Kaito estuviera tan alegre. Parecía incluso orgulloso. ¡Qué buen padre me sentí entonces!

»Yo sabía que el proceso de evaluación sería muy selectivo y que un equipo de inspectores anónimos visitaría varias veces nuestros restoranes para evaluar la calidad de la comida y el servicio. Supuse que la evaluación inicial sería muy rigurosa, y que muchos restaurantes no eran capaces de pasar siquiera la primera fase.

»Me volví paranoico. Insoportable. Presioné y presioné y presioné a todo mi equipo de trabajo, pero especialmente a Kaito, que para mí sería el heredero de la cadena y futuro jefe de la familia. A fin de cuentas, en su vejez, podría estar orgulloso de nuestra ardua labor por la ciudad y podría exclamar como hacen los hijos ricos en los documentales, “Gracias a mi padre, blah, blah, blah…”. Sin que lo supiera a conciencia, Kaito era, pues, el escogido para el sacrificio.»

Miyamoto de pronto calló. Los ojos se le humedecieron. Murasaki echó la cabeza en su hombro. Yukio se levantó del banquito y le hizo una reverencia. Miyamoto lo vio con desprecio. “No me lo merezco”. Yukio cargaba una cantimplora y se la entregó a Miyamoto, quien se negó a beber un trago de agua y le hizo una seña de que volviera a sentarse como si estuviera listo para confesar su gran pecado.

–Un día llegaron unos hombres al restorán. Nadie los había visto antes. Supuse que eran los inspectores de Michelin. Me volví loco. Kaito no se encontraba por ningún lado, y me habían informado que supervisaba los demás establecimientos. Aquello me encolerizó. ¡Por qué tarda tanto! Hasta entonces, no me había dado cuenta de que mi capacidad de trabajo no solo había disminuido, sino que mi creatividad se me había esfumado. Por primera vez, tenía miedo y no sabía qué hacer. Me sentí dependiente de Kaito. A mi mujer Murasaki le pasaba lo mismo. Rabié, rabié como nunca.

»Cuando Kaito finalmente llegó, lo arengué. Le dije de todo. Le achaqué lo de su eterna majadería y relajación. No me guardé las palabras. Recuerdo que le pregunté:

»“¿Qué has estado haciendo, Kaito?”.

»Y me contesta: “Supervisando sus negocios, papá”.

»”¿Esa es tu excusa? Dos hombres desconocidos han llegado hoy y tú no estabas. ¡Eran inspectores de Michelin! Tu falta de seriedad ha provocado un caos en la cocina. Nos llevarás a la ruina, nuestra ruina.

»”Papá, he seguido su ejemplo todos estos años. Pero ya que lo dice, me hubiera gustado haber crecido más despacio, sin tanta carga, ser más libre. Esto es demasiado para mí, siendo yo apenas un jovencito.

»Yo seguía rabioso, principalmente porque no le había importado lo de Michelin y no hallé mejor forma que educarlo que decirle unas cuantas verdades: “¡La vida es una competencia seria, y tú eres un adulto, no un niño! Ubícate, y encuentra lo que te gusta y lo que te ensueña en el seno de nuestra familia y sus intereses. No puedes cambiar al Mundo sino primero no cambias tú mismo.

»Kaito había guardado un silencio sospechoso. Me vio a los ojos y, haciendo una gran reverencia, respondió con las que serían sus últimas palabras hacia mi persona, dirigidas no como a un padre, sino a una persona particular:

»“Lo entiendo, señor. Siento mucho que mi desobediencia le haya ocasionado serios problemas. Discúlpeme.”

»Ay, y el tonto de mí, soberbio, le contesta con sabihonda naturaleza: “¡Eso es lo que he querido escuchar de ti, Kaito! Tienes un futuro brillante por delante y no importa lo que pase, entiende que no debes rendirte, nunca. Esfuérzate, por favor.”

»Esa noche, vi la noticia por el televisor que tengo en la cocina. Se trataba de otro suicidio ocurrido en las columnas de basalto de Tobinjo. Salías tú, Yukio-san, explicándole al reportero que habías estado con mi muchacho, sentado en este mismo banco, persuadiéndolo de que no se arrojara al vacío. Te vi llorando con lágrimas que no lloré cuando dijiste que aquel pudo haber sido tu rescate número cuatrocientos noventa y nueve, pero que tus esfuerzos habían sido en vano, a pesar de haber estado abrazándolo por horas para evitar su caída.

»¡Ay, mi muchacho, mi pobre muchacho! ¡Yo soy el culpable!»

Miyamoto, sin esperarlo, ruega por conmiseración:

–Yukio-san, dame un abrazo. Un abrazo fuerte. Para Murasaki también.

Ni bien han terminado de confortarse, cuando, a unos veinte metros de donde se sientan, aparece la figura de una jovencita que no sobrepasa los quince años. Viste uniforme de escuela, falda corta, camisa blanca. Carga una mochila repleta de libros; sobresale la cubierta de una tira cómica de Sailor Moon. Camina saltando las rocas que parecen cortarle la planta de los pies. Sus ojos están llenos de lágrimas. Yukio se levanta y la observa con detenimiento.

Miyamoto en cambio siente que el horror le desgarra el corazón y grita con la fuerza de un padre que va a perder su hijo:

–Yukio-san, corre, ve y sálvala a ella, por favor. ¡No dejes que se aviente!

Yukio oye las palabras de Miyamoto, pero en el fondo se alarma todavía más. Siente que le está diciendo de manera sutil que una vez que parta por la niña, él y su mujer se lanzarán al precipicio, honrando ritualmente a su hijo. Yukio se ve entre la espada y la pared, sin saber qué hacer. Todas vidas pesan lo mismo. Se vuelve hacia ellos.

–Júrenme que no se lanzarán. Miyamoto-san, Murasaki-san, ¿tengo su palabra?

La pareja no cesa de llorar por el espanto que les produce ver a la niña junto a los riscos erosionados, lugar mágico a la vez que cruel, en donde los estertores de los condenados se diluyen en un canto gris.

–Lo prometemos –juran, abrazándose, mientras repiten el nombre de Kaito, mi pobre Kaito, cuánto habrá sufrido mi muchachito–. Pero corre y sálvala, por favor.

Yukio se acerca a la niña, quien ve en él cómo la sombra de los árboles le hacen crecer dos alas atrás de la espalda, mientras le pregunta con brazos abiertos y leve sonrisa:

–Hey, ¿cómo estás?

Voltea a ver hacia el banquito. Miyamoto y Murasaki han cumplido con su palabra. Viven. Quizás, piensa regocijado, en vez de su oído, sea esta pregunta la que dé pie a lo demás.


-FIN-


PD. El personaje es real, poco conocido, y quizá sea este cuento el primero en llevarlo a la literatura. En lo personal, me conmovió el hecho de que, en el mundo de carne y hueso, la pareja acaba ahorcándose.











Texto agregado el 19-04-2023, y leído por 278 visitantes. (5 votos)


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