Borges y yo


Me contrató como lector cuando empezó a quedarse ciego.
Al principio era cordial, me mimaba, me necesitaba. Un día decidió pegarme con su bastón, cada vez en que yo me equivocaba en la lectura.

-Comprenda, Borges, es que no hablo Latín, ¡no entiendo nada…!
-¡Me da igual! ¡No me distraiga con sus errores!

Un día olvidó mi nombre y comenzó a llamarme Ireneo Funes.
Sus ojos inexpresivos apuntaban hacia mi boca. Puede que no viera, pero percibía el movimiento de mis labios, anticipando las palabras. Murmuraba números incomprensibles, mientras consumíamos uno a uno los treinta libros depositados sobre la mesa de lectura.

-¡Ya basta! –me gritó un día. ¡Todo eso ya lo leí cuando podía ver! Es usted un pésimo lector… ¿Pretende engañarme?

No pude ni intenté defenderme, permanecí en silencio tratando de comprender si quien hablaba era el escritor o un personaje de su propio cuento. Pero él adivinó mi línea de pensamiento.

-No intente despertarse de mi sueño, usted es un lector, ¡y muy malo, por cierto!

Se incorporó y caminó hacia la biblioteca. Extrajo un grueso libro y lo arrojó justo entre mis manos.

-¡Léame ese libro! Veamos si esta vez logra engañarme…

Comencé la lectura sin ver el título. Leí muchas páginas y Borges asentía con la cabeza. Cuando llegué a la mitad del volumen me interrumpí, no pude continuar.

-No se preocupe. Tómese su tiempo, hay palabras muy difíciles, -me dijo para consolarme.

Ensayé el párrafo varias veces hasta que retomé la lectura. En una página creí ver un dibujo y lo describí lo mejor que pude.
Era muy tarde en la madrugada cuando finalmente concluimos el libro. Me felicitó por primera y única vez desde que nos conocimos. Inmediatamente después, me despidió de mi trabajo como lector.

-Váyase mi amigo, vaya a engañar a otro ciego… ¡Ah, y no olvide llevarse el libro con las páginas en blanco que acaba de leer! Se lo regalo.