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Quien haya leído la historia del Licenciado Vidriera escrita por Miguel de Cervantes me entenderá. En esta novela corta, un paje, Tomás Rodaja, gurrumino genio, se licencia en leyes de la Universidad de Salamanca; sin embargo, debido a la maldad de una dama despechada que lo hechiza con membrillo, acaba creyendo que su cuerpo se ha transformado en vidrio. No solo eso, arropado por la locura, se desprende de todos los filtros sociales y esto le granjea un puesto como bufón no solo de la Corte española sino de las masas, que, siempre morbosas, lo consideran una especie de oráculo trastornado y andante que camina por las calles del pueblo contestando preguntas y diciendo grandes verdades en forma de sátiras, que en su estado natural jamás se atrevería a decir.

No es precisamente lo que le sucede a mi compañero Edmundo Rojas Riquelme, también un loco; por desgracia no tiene el talento del Licenciado Vidriera ni sabe decir grandes verdades. Eddy se imagina que es un gran crítico literario aclamado por grandes editoriales como Anagrama, que convive entre la élite de la literatura mundial y se codea con grandes poetas como Raúl Zurita o sale de cine con Jorge Herralde; para no quedarme atrás, yo también le digo que soy un gran escritor, amigo íntimo de Paulo Coelho. Además, le puntualizo que, a diferencia de él, soy creativo, sé hablar con la Luna, me transformo en arena, en alquimista, y viajo en avión como un principito al planeta de la Rosa de Nunca Jamás. Eddy se enfada por esto, porque él, en cambio, sólo sabe clonarse en un sinfín de personajes, todos serios y de alcurnia. Se llama a sí mismo “el Licenciado Clonado”.

Cada vez que termino de escribir un cuento, me dice:

“Romualdo, no seas corto de perspectivas y a la verdad no le temas. Ven, pregúntame lo que quieras”.

Con el miedo propio del neófito, como si estuviera dirigiéndome al oráculo de Delfos, nunca me olvido de preguntarle antes.

“Licenciado Clonado, ¿con cuál de sus clones hablo?”

“Con Sin”.

“¿Con sin qué?”

“Con Sin estúpido.”

“Pero eso usted ya lo trae de nacimiento”, le contesto.

“No, tarado, con Sin el clon”.

“Ah, qué hoy no se ha transmutado en clon”.

A veces pasan días en que nos embrollamos con esta conversación hasta que alguno finalmente asiente o acaba amarrado por algún enfermero.

“Vale, vale, que yo, Ortega y Gasset, no puedo ser tan mezquino como para no ayudarte a alcanzar la gloria literaria”, me aconseja.

Siempre envuelto en inocencia, suelo mostrarle mis trabajos. Por ejemplo, un día le recité esta línea de mis apuntes:

“Y Dios, aquel ser afable con barba, túnica y un triángulo resplandeciente sobre la cabeza, lo bendijo.»

Pronto el licenciado Clonado se clona, hace como que toma una taza de té al estilo inglés y me lanza su bien tramada crítica:

“De entre mis múltiples ocupaciones literarias y culturales que me competen como primer asesor de una magna editorial, entre faustosas fiestas y convivios, apartaré un poco de mi escasísimo tiempo y seré sincero contigo. Esa línea es aburrida y no me gusta lo más mínimo. No tiene sentido y el personaje es plano y poco interesante. No recomiendo esta basura a nadie."

Y el pobre de mí, con lágrimas en los ojos y el ego herido, le pregunta:

“Licenciado Clonado, tenga piedad, desvéleme el origen de mis errores…”

El Licenciado calla y me grita con aire aristocrático:

“¡Basta, basta, plebeyo! ¿Acaso no ves que debo cenar hoy con Vargas Llosa, Octavio Paz y Bob Dylan en los salones florales del Louvre? Uf. Vaya tonterías. Por favor, apártate de mí”.

Con los ojos apantallados, me recojo en una esquina y quedo silbando debajo de la ventana, rascándome las mollejas, aporreado por el licenciado. Como no tengo nada que hacer, me encierro, y sigo escribiendo, escribiendo y escribiendo en mi papel invisible. Un día le mostré uno tras otro todos mis títulos:

“Cien años de soledad”, “Lituma en los Andes”, “Cómo agua para chocolate”, “Fahrenheit”, "1984", "El Gran Gatsby", "Matar a un ruiseñor", "El extranjero", "El guardián entre el centeno", "El lobo estepario" y el que llegó a ser mi mayor clásico: “El viejo y el mar".

En todos el Licenciado Clonado encontró un error.

Mencionó a cada uno de los personajes de mis novelas con nombre y apellido y, no contento con eso, me dio su opinión crítica sobre cada una de sus tramas: De los personajes García Márquez y Vargas Llosa dijo que ellos y los “comediantes” (así llamó a las demás figuras) le parecían unos simples pueblerinos y no menos que un atajo de imbéciles; de la historia de la chica que nombré como Laura Esquivel dijo que esa "historiecilla" de una hermana que no se casa por cuidar a su madre y que se enamora del novio de la hermana mayor, no solo era trillada sino falta de ingenio; de mi protagonista Ray Bradbury y la quema de libros dijo que esa historia no solo era sosa sino que Torquemada me daría unas buenas clases de literatura por ser tan burdo como imitador; de mi personaje Harper Lee como el ruiseñor dijo que no solo era una mala copia de la literatura francesa sino que por demás aburrida ya que se trataba de un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca, aparte gorda, “seguramente una copia de mi gran cuento”, añadió asqueado; de mi novela del guardián en el centeno, solo se limitó a preguntarme con aire de superioridad y hastío, ¿acaso una historia de adolescentes alienados en la sociedad puede interesarle a alguna persona con mediana inteligencia? De mi novela que consideraba mi mayor clásico, dijo que su protagonista Ernest y la historia de un gran pez eran más viejos que Jonás en la Biblia, aparte es “hartamente llana, lacónica y sin sal”; le parecía que la había escrito un tipo con problemas en la cabeza.

En todas me tachó de timador, de que no sabía escribir y de idiota. En cambio, con aire altanero, alzándose como un genio supremo de las letras, dijo que me confiaría una de las obras mundiales de la lengua y la retórica, "su obra maestra", un cuento que el llamó "La Sirenota", y de la que bien haría yo en estudiarla día y noche si me valía algún día querer alcanzar las más altas cumbres.

Con el aire y la solemnidad de un San Agustín de Hipona, el Licenciado Clonado se dignó a dirigirse hacia mi persona y dijo:

“Toma y lee”.

Me entregó lo que, según él, y no se cansó de repetirlo, es el epítome de la literatura moderna escrita por su propia mano (las correcciones en plecas son mías):

“La Sirenota.

“Acostumbra /sic/ sumergirse en el pernicioso mar de alcohol (eso es en la República Dominicana /hay que refrasear/). Cuando ha pasado demasiado tiempo ahí /error de estilo, allí/, visita las aguas de la Costa Azul, según ella, para reencontrarse consigo misma, aunque más que consigo misma /error de estilo, o en su defecto refrasear/, /error de puntuación, o, en su defecto, refrasear/) se encuentra con su hermana gemela, la Sirenota (así es, solo difieren por el guion /sic, error ortográfico/), con quien compite en maldad y locura. La Sirenota y la Sirenota- /falta de creatividad, renombrar/, creadas idénticas, solo conversan entre ellas, entre ellas /error de estilo, refrasear/ y con Jorgito (sí, el Jorgito del cuento anterior /reciclaje, repensar su utilidad sincrónica/), quien de vez en cuando les suelta algunas migajas de pan /incoherencia narrativa, las ballenas no comen pan/). Así es, solo la Sirenota y Jorgito platican; es sabido que entre idiotas se entienden.

”Así es que ya saben: la Sirenota anda suelta, /error de puntuación, coma innecesaria/ y muerde.”

-Finis-

* Bon appétit, Licenciado Clonado y clones. Y dese por servido y homenajeado. Suficiente ya de diversión. XD

Texto agregado el 22-04-2023, y leído por 198 visitantes. (5 votos)


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