Rictus

Repentinamente el fuego se apagó. Los condenados que sufrían humillaciones provocadas por el hierro al rojo vivo suspiraron aliviados. Las monstruosas capas de cuero que parecían alas de repugnantes fieras quedaron suspendidas en el aire. Los perros soltaron sus presas. Los cadáveres yacieron al lado de sus extremidades cercenadas, formando una montaña de miembros. Manos, brazos y pies retrasaron su turno en ser arrancados. Los verdugos de las capuchas de cuero se dieron vuelta respetuosamente.

Dios estaba entrando en el infierno, caminando por los senderos de púas ensangrentadas, entre la pestilencia, orines, defecaciones y gritos histéricos de los torturados. Decenas de cabezas se dieron vuelta para contemplarlo. Dios avanzó unos pasos, pisando los ojos mutilados, arrancados y pudriéndose en el suelo.
Quiso estirar una mano para implorar el perdón del señor, pero las ataduras se lo impidieron. Estaba desnudo y acostado en una mesa, con las cuerdas tensas apretadas a las muñecas y tobillos. Podía ver a los verdugos, uno a cada lado de la mesa, estirando las cuerdas con unos carretes inmensos. Con cada movimiento mínimo de los carretes el dolor aumentaba de forma insoportable. Apenas pudo pronunciar unas palabras, con la boca ensangrentada, ahogando el espantoso dolor de sus músculos a punto de estallar.

-Se.. ñor… ¡perdóname!

El esfuerzo provocó que las afiladas púas de hierro de la mesa se hundieron aún más en su espalda. Soltó un grito de dolor. El verdugo de la izquierda le dio un puñetazo, arrancándole un nuevo diente de los muy pocos que aún le quedaban en su sitio.
Dios caminó hacia él tapándose la boca por el hedor del infierno. Se acercó hasta el condenado y le susurró en la oreja: reconoce que has pecado y serás perdonado.

Con el último resto de voz, los ojos desorbitados por el dolor, los labios destrozados y temblorosos, el condenado le contestó a Dios: yo.. he.. pe…cado, ¡per… dóname!

-Te perdono, -le contestó Dios, con la cara repleta de bondad y misericordia.

Dios retrocedió unos pasos hasta el escritorio donde un escribiente llevaba nota de la confesión. Leyó las preguntas que le habían hecho al condenado. Llevaban tres días de tortura sin haber arrancado la confesión de culpable. Vertieron lacre caliente sobre la página. Dios se quitó el anillo y lo hundió en el lacre. La palabra Culpable quedó lacrada con toda nitidez.

El inquisidor levantó levemente la mirada, justo a tiempo para observar como al condenado le arrancaban las extremidades. El golpe de los brazos contra la pared arrastrados por la tensión de la cuerda siempre le llamaba la atención. La fuerza de estiramiento que soportaban los musculos era tan grande que los dedos estallaban contra la pared cuando los brazos salían despedidos.
Hizo la señal de la cruz y se felicitó recordando que todos lo confundían con Dios. Los verdugos arrojaron los restos del cuerpo a una carretilla pestilente y se acercaron al inquisidor, esperando nuevas instrucciones.

-Prosigan con su trabajo y no se preocupen por esta porquería humana. Era culpable, él mismo lo reconoció.