| Me lo contó en un viaje que hicimos desde San Francisco a Puerto Plata. Y fue algo  que  le pasó cuando tenía tan solo ocho años. Y por la impronta dejada,  las veces que oyó decir que sus tíos paternos eran de  Jenimillo: un paraje bonito y tan cercano a nuestro pueblo, que mi primo, la mañana de un sábado, se decidió a caminar con el rumbo puesto en dirección a aquella casita.
 Pero después de haber partido de la calle Ancha, viró en la Castillo hacia el sur.  Y al sobrepasar a  La Güira, le invadió una especie de miedo. Porque  el viento impulsado por las máquinas en movimiento, le hamaqueaba hasta el alma. Y él, que iba en pantalones cortos,   camisa desabotonada,   descalzo y sin cuartos en las faltriqueras, dependía nada más, de un cerebro lleno de  imágenes que el susto las hacía discordar con todo lo que a su paso encontraba.
 
 Sin embargo, su peor enemigo fue el meollo de ocho años que portaba, incapaz de dejarle ver las dimensiones reales  del camino.  También unas piernas  que descontaban los pasos que su cabeza, falsamente  agrandó. Hasta que llegó a un cruce(el de La Guama), que  había perdido la importancia que tuvo para él antes de salir. Pero que afortunadamente, una mujer viéndole indeciso, descubrió una disparidad de tamaños en sus ojos. Cosa que la llevó a descifrar su apellido paterno.
 
 Aunque no pudo justificar lo que pasó por su cabeza, para propiciar tal aventura. Entonces,  lo guió hasta la casa de sus tíos. Pero lo que siguió a su entrada  al rancho, mi primo  no me lo pudo describir. Porque fue que a los tíos,  no se sabía sí el verle, fue   alegría o un gran problema. Puesto que un  niño solo,  sin cuartos y a escondida, no era algo tan simple. ¡Los comprometía! Y peor aún: era un día que todavía estaba casi entero y la comunicación de la época,  que andaba sobre el lomo de una tortuga.
 
 Pero el resto de la tarde  sé pasó cómo sé pudo. Naciendo ahora algo más grande: ¡su retorno! Y una noche que ya empezaba a insinuarse. Y en un bohío de gente sin transporte alguno, llámese mecánico o animal. Aunque no lejos, paraba una guagua pública que viajaba al pueblo. Pero que montarla costaba cinco centavos y el inventario familiar no llegó  a un tercio de esa cifra. Y el tiempo irreversible  en su proceso. Y una oscuridad  que galopaba en su dirección.
 
 Pero la tensión movió a uno de los tíos, quién de repente llevó a mi primo a la parada del bus. Y metió en su cabeza el siguiente plan: ¡Cuando el vehículo sé detenga, subes junto a la mujer que va vestida de negro y al llegar al pueblo, bájate  cuado élla lo haga! Pero un desasosiego indescriptible invadió a mi primo de ocho años: la máquina atravesó sin parar a todo el pueblo. ¡Finalmente lo hizo, frente al Ercilia Pepín viejo!
 
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