Apoyo la cabeza
sobre la blanca almohada,
de la blanca cama,
en esta blanca habitación.
Con la mirada en blanco
deambulo por lo que
me queda por hacer,
antes que acabe el día,
antes que acabe la vida,
y a veces mucho más allá.
Y no descanso cuando descanso.
Sostenido por un parpadeo,
tendido sobre la blanca colcha,
extrañando el eterno balanceo
de una cómoda cuna sin tiempo.
Un dulce arrurú,
que me saque,
de este cansado sueño.
Uno que otro recuerdo tuyo
se hace presente
para querer acortar
los hilos de la existencia.
Un parpadeo a ojos cerrados
y las dormidas alegrías
se asoman con timidez,
dibujando viejos caminos
sobre el mapa ya trazado.
Y no duermo cuando duermo.
Saltan como balas de ametralladora
las imágenes sin respetar
la obligatoriedad del tiempo.
Transcurren los instantes
esquivando días, noches y años,
comprimiéndolos mezquinamente
en segundos desperdiciados.
¡Cómo extraño
la vida sin dolores!
La falsa amalgama
de poder y eternidad
que asegura la juventud.
En estos instantes mordidos
de dolores reales y de los inventados
¡Cómo extraño la quietud!
La quietud que consuela
el frágil corazón,
mientras la carne,
sin detenerse
hacia tierras subterráneas,
se desprende ajena.
Y el alma exhausta,
de regreso a sus entrañas,
huye al ritmo del último bip
que se eternizará
en el silencio
de una reparadora
muerte anunciada.
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