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En los años previos al creciente olvido, en el comienzo de su exilium voluntarium, los escritores jóvenes intentaban visitarla para pedirle consejo y críticas, o para tratar de robarle algo que sirviera de inspiración. Pero siempre llegaban cuando ella tomaba un baño de malva y menta. Otras veces era la hora de la siesta, o estaba paseando por el jardín, allá lejos, entre los castaños de hojas crujientes. No conviene interrumpirla, ¿sabe? Ya está muy mayor. Pero el instinto adivinatorio no la había abandonado, y descubrió en el rostro de Hugo que él sí era un escritor. Le recordaba su propio pasado.

En los últimos tiempos, el alzheimer y ella eran los únicos que se conocían entre sí. Semioculta en el sillón de mimbre bajo la hilera de glicinas, inventaba olvidos persistentes, enfocando su mirada en el piso construido como un damero. Los reflejos del sol saltaban esporádicos y sucios, siempre en diagonal hacia las baldosas blancas. Las baldosas negras le recordaban la mañana en que se había internado voluntariamente, aburrida de sí misma. Nada le impedía interrogar al piso, evitando mirar a su alrededor por el rechazo visceral que le producía el deterioro humano; aquellos viejos arrastrando los pies, despidiendo olor a humedad, mirándola con ojos confusos, donde nadie podría adivinar un gesto de aislamiento perpetuo, o el resplandor esporádico de una lucidez caprichosa.

Cuando algún jerarca del Ministerio de Educación recordaba que aún estaba viva, montaba un homenaje ejemplar, anticipándose al inminente capítulo de cierre de su existencia, en algún panteón del estado, con una chapa fúnebre cargada de letras cursivas y mensajes indescifrables, porque los agradecimientos de la patria se hacen con palabras en desuso. Irrumpían con un gran alboroto que provocaba la huida de los viejos, refugiándose donde pudieran, alejados de tanta gente extraña que llegaba en sus automóviles negros como caravanas fúnebres. Entraban a los codazos y apuradas. Con cámaras de televisión, micrófonos, secretarias de mirada condescendiente, que languidecían con el discurso cacofónico de alabanzas a esta ilustre mujer, que le había dado al país tanta literatura prestigiosa.
Ella misma se preguntó algunas veces de quién hablaban, erguida como una colegiala entre los funcionarios del estado. Miraba con curiosidad hacia los lados, intentando divisar a la escritora merecedora de tanta palabrería, que estaría agobiada por el calor, que siempre era sofocante en esa fecha, o porque siempre elegían el mismo día para hacer estos homenajes. Alguien la empujaba suavemente indicándole que era su turno y sin darse cuenta el porqué, la estaban aplaudiendo. Apenas dominaba el pánico tratando de escapar hacia su sillón de mimbre.

Hugo la despertaba los sábados por la mañana con los barquillos de Viena, pidiéndole que imaginara personajes para las escenas pintadas en la lata.
Mojaba un barquillo en el tazón de porcelana y se quedaba mirando la espiral de chocolate, mientras la masa se hinchaba suavemente, hasta casi quebrarse por su propio peso. Lo abandonaba y tomaba otro barquillo. Lo deslizaba por la tenue línea verde pintada en el borde del tazón, lo apuntaba hacia el mentón de Hugo y le decía, con su voz juguetona y musical, que en algún momento de la vida puede suceder todo. Finalmente se comía el barquillo o lo usaba de lápiz para trazar los paisajes de la lata.

Era poco prudente preguntar por el alcance del todo. Podía abarcar una simple mirada hacia el decadente amarillo de las hortensias o podían ser las consecuencias del absolutismo bíblico, del que sus libros se habían reído siempre. Las imágenes de los santos arrastrando inútiles martirios, se agolpaban al igual que la insoportable culpa ajena, tan absurda de digerir como las antiguas panaceas medicinales de algún doctor llegado de Europa, dispuesto a curar urticarias, fiebres desproporcionadas o dispepsias nocturnas.
Sofocada por la lluvia de ideas y neblina de recuerdos, volvía siempre a su memoria la imposible búsqueda de Dios, en su cama de soltera, repitiendo entre risas los salmos y profecías de La Biblia, intercalados con los gemidos de los inigualables orgasmos.

-No me cuente esas cosas, ¡que me da vergüenza!
-¡Pero Hugo! ¡Un hombre grande como usted teniendo vergüenza! ¿Nunca tuvo un orgasmo?
-No es por mí… No quiero que me cuente lo que habitualmente no contaría.
-¿Habitualmente? ¡Hay demasiados condicionales en la misma frase! Si no le contaría lo que no le cuento, no suponga lo que no le contaría.
-Es como decir que en un momento de la vida, puede suceder todo…
-Qué bonita forma de decirlo. Esa frase… ¿es suya?
-No, está escrita en todas sus novelas, pero nunca la desarrolló, nunca nos explicó qué significa para usted.
-Qué bonita está la glicina, ¿no le parece?

Se incorporó sin ayuda y dio algunos pasos hacia las columnas de la galería. Hugo la siguió con la mirada, pendiente de cualquier detalle que pudiera disparar un recuerdo. Ella entornó sus ojos verdes, apoyó tenuemente la espalda contra el arco de piedra y retomó el diálogo.

-¿Sabe que tuve un amante que fue soldado en la guerra del Pintado?
-¿Fue un buen amante?
-Fue mejor soldado que amante. Murió dos días antes del final de la guerra, una pérdida de tiempo…

Los sábados estaba extrañamente lúcida. Mantenía el hilo de la realidad confiablemente tenso, sin excederse en las distracciones. Cuando los dibujos de la lata de barquillos disparaban las historias reales o inventadas, Hugo tomaba nota mental de todo lo que escuchaba y veía, sin animarse a escribir o grabar, para no delatar su propia existencia.

-…joven, muy joven para una guerra. No tan joven como para ser un amante, aunque ¡hoy día me quedaría joven para cualquier cosa! Cuando uno envejece, el tiempo de los demás transcurre muy lento. Se llamaba Fabio. Tenía el pelo marrón como un campo marchito. Todo él estaba marchito, nació viejo y fue quitándose años a lo largo de la vida. Pero no se quitó la cantidad suficiente porque murió muy joven, muy marchito. La gente de pelo marrón va a la guerra y no vuelve. Los que vuelven tienen pelo negro, o son calvos.
-¿Y los pelirrojos?
-No hay soldados pelirrojos. ¿Alguna vez escuchó de un famoso militar, fuera coronel, general o soldado pelirrojo? No, porque no hay. Si es pelirrojo es un pájaro carpintero.

El sol atravesó la primavera de la glicina, encandilando el violeta de las ramas bajas. Las hormigas se movieron hacia afuera, escapando de los rayos afilados como diamantes.

Texto agregado el 20-07-2023, y leído por 332 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
25-01-2024 paso corriendo a la segunda parte, Abrazo! -Vincho-
14-12-2023 Un sortilegio leerte, un placer visual, físico, olfativo en su baño de malva, un orgasmo, un extasis. El fluir de la novela te va llevando en la meseta hacia la cima. Martilu
03-09-2023 Siempre admirada de tu claridad y en realidad de todo ese gran poder de sapiencia que posees. Tan claro como el agua misma,mostrando la tan conocida enfermedad que aqueja a ese gran personaje con detalles perfecto,que en determinados momentos vuelve a ser grande como lo fue. Me la imagino hablando de esas cosas que no se mencionan. Te felicito Jorge... Un beso.5 *s Victoria 6236013
21-07-2023 Me gusta la narrativa, la claridad para describir las situaciones, el ambiente, las relaciones. El alzheimer es muy cruel, y no todos tienen a su lado alguien como Hugo; me intriga un poco "lo que no nos dijo". Vent
21-07-2023 Seguiré el desarrrrollo. el personaje de Hugo es incierto, sa balancea entre el amigo el servidor o el protegido. Yvette27
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