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Llovía tenuemente el sábado en que Hugo no fue a verla. A media mañana la sorprendió el recuerdo de su ausencia. Caminó con las manos en los bolsillos, apoyando la espalda contra la empalizada de cañas. El agua que no moja pero empapa, pensó, mientras se quitaba el pelo de la frente. El reflejo vidrioso de las hojas otoñales hundidas en un charco se transformó en Laura.
La recordó imitando a la muchacha de Dalí, apoyada en la ventana, pero semidesnuda. Pasaron casi cuarenta años de su piel cobriza y perfumada. Intentó recordar algún hombre que hubiera sido mejor amante que Laura, pero ni siquiera en las miradas sutiles competían con ella. Cruzaba las piernas sobre la alfombra, infantilmente abrazada a un almohadón, formando parte ambigüa del círculo de literatura. Usaba pantalones de colores claros que iluminaban la belleza natural de sus piernas sinuosas. En poco tiempo se sentirían suaves y confortables al tacto y la lengua.

Participaba poco de los diálogos, o los temas de debate no eran atractivos para ella. Alguna vez mencionó cierta tristeza por la muerte de Héctor, en ese combate injusto de la arrogancia contra lo inevitable. Me sorprendió la elección de sus palabras. ¿Quién era el arrogante, Aquiles por su condición, o Héctor que desafió al destino? No me contestó. Me quedó mirando con la intensidad porfiada de lo prohibido. No me sedujo ese día, ni en los inmediatamente siguientes, pero las pocas veces en que recuerdo ese comienzo, descubro que yo ya había perdido el combate, porque al igual que Héctor quería una muerte gloriosa. En algún momento de la vida puede suceder todo, incluida mi propia muerte. Intencionalmente leí esa línea para el grupo, pero el destino era Laura. Levantó la cabeza del almohadón y me preguntó por qué esa frase estaba en boca de un personaje menor, alguien de tan poca relevancia que no merecía el honor de un pensamiento profundo.

-¿Es profundo, o es grandilocuente?
-Podría ser ambas cosas, pero no le quita el mérito.
-Laura, tal vez no tiene mérito. ¿Y si no fuera más que una elección fortuita de palabras que juntas suenan importantes?
-Eso es precisamente la literatura, -me contestó, con la misma arrogancia de Aquiles.

En poco tiempo aprendí que Laura tenía una respuesta para todo, posiblemente basada en el mismo principio de la elección fortuita de palabras que suenan importantes. Como si ella supiera elegirlas de forma natural, sin recorrer el camino de tener una idea y aprender a expresarla.
Yo era una escritora de vanguardia, con ideas claras, diálogos pulidos, personajes bien definidos y cierta fama respetable. Sin embargo Laura desafiaba mi metodología.
Una tarde cualquiera de un domingo en que vino a visitarme, salió al balcón con la excusa de acomodar unas plantas. Volvió con las manos húmedas y goteando. Me soltó varias palabras desconexas y empezó a jugar con ellas, pidiéndome ayuda para expresar una abstracción armoniosa. Me quedé mirando las gotas que corrian sobre sus dedos, levemente suspendidas, prolongando su conexión con Laura hasta caer sin piedad mojando el suelo de madera.
Levanté su mano izquierda y me la llevé a la boca. Lamí sus dedos, secándolos con mi lengua y humedeciéndolos nuevamente con mi saliva. Deslicé su mano derecha hacia mi pecho, obligándola a recorrer mis senos. Se soltó el vestido suave y entero que llevaba puesto. Deslizó su lengua en mi boca, lamiendo el lado interior de mis labios. Se separó y besó mi oreja.

-Hoy quiero que me hagas gritar…, ya no me alcanza con tu literatura.

Yo era un instrumento en sus manos. Pocas veces logré arrebatarle el protagonismo. Laura me controlaba a su antojo. Me aprisionaba contra la alfombra sometiendo mi pulso, hasta dejarme un gusto agridulce. Derrota y victoria conjugadas en dos cuerpos, bajo la tiranía del aliento fusionado.


-.-


-Llevaban el piano de la casa a la iglesia. Lo arrastraban por todo el pueblo, ¿sabía eso? Tenía un fa sostenido que resonaba en todos los pozos. Allá iba el piano el primer domingo de cada mes. Aunque lloviera. Cubierto con ese misericordioso hule verde desteñido, porque el presbítero tenía que celebrar la misa y necesitaba el piano.
-¿No pensaron en comprar uno para la iglesia?
-¡Imposible! Era una iglesia muy pobre, una de pueblo. Iban tres o cuatro parroquianos empujando el piano, dele que te dele en subida, hasta los escalones de mármol de la entrada. Ahí habían hecho una rampa de madera, que al poco tiempo fue carcomida por el taladro.
-¿Mármol? ¡Entonces no era tan pobre la iglesia!
-Ya sabe cómo es eso. Cuando se hizo la iglesia el pueblo no era pobre. Después vino la guerra, Fabio se fue… y no volvió.
-¿Por qué no le regalaron el piano a la iglesia?
-Ese piano había estado en la familia desde siempre. A la madre de Fabio se le antojó que su hijo no lo habría regalado. Tenía esa idea fija. Lo prestaba; sí; pero había que devolverlo porque era el piano de Fabio. A veces las madres tienen ideas no muy claras sobre sus hijos. Casi nunca se equivocan, pero cuando se equivocan lo hacen a lo grande.
-¿Y no estaba totalmente desafinado?
-¡Sí, claro! A nadie le importaba, ¿sabe qué…? ¡Era un pueblo de muertos! Por eso Fabio se escapaba. Venía a la capital a visitarme. Inventaba historias de amor para justificarse, aunque no eran necesarias. Para él había que unir amor con sexo, creía que de otra forma yo no lo aceptaría. Es raro eso en un hombre, que son lineales y bien directos. Para los hombres el sexo es sexo y el resto estorba. Pero Fabio era distinto. Demasiado viejo para estar en un cuerpo tan joven. Su reloj funcionaba para el otro lado.
-¿Y él sabía que paseaban su piano?
-Lo empezaron a pasear cuando Fabio se fue a la guerra. ¡Detestaba ese piano! De muy niño lo habían sometido al tedio del solfeo, negras, blancas, sol, re bemol. Cuando se inscribió en el ejército no quería ser soldado. Quería escapar del sofocón del pueblo, del silencio a cualquier hora, de la vaca que te mira como si fueras familia. Estaba harto de todo. Harto de sí mismo.
A pesar del suplicio del piano le gustaba la música. Me explicó cosas que años más tarde supe que no existían. No le gustaba reconocer que no sabía algo. Inventaba un pasaje entre dos melodías o disparates sobre tonalidades, porque según él, armónicamente no funcionaban. Tiempo después tuve un amorío con un concertista de piano que se reía con ganas de las interpretaciones fantasiosas de Fabio, que ya llevaba varios años de muerto. Esto del piano parece una prueba de vida. Arrastro hombres que tocan el piano, o lo detestan.


-.-


Horas más tarde Hugo transcribió la historia del piano. Intentó hilvanarla como un sencillo homenaje a la protagonista, pero cambió de parecer por la irrealidad de la situación. Se sintió manipulado en una historia poco creíble, intencionalmente surrealista, como si él fuera un escriba de la demencia jugando a robar ideas. No dejaba de pensar en la facilidad con que ella relató la historia, sin divagar, sin perderse. Usualmente saltaba de un tema a otro, a veces con lagunas y otras veces con evasivas que sugerían intencionalidad. La historia en sí misma parecía un artificio preparado para impactar en la capacidad narrativa de Hugo, como si fuera un desafío o un ejercicio literario de exploración del absurdo.

Por la razón que fuera, Hugo había aceptado el juego. Creyó que sería mejor describir el proceso que lo había llevado hasta esa historia, más que la historia en sí misma. Se retrató en tres versiones distintas siendo el escritor de una escena surrealista, otorgándose el protagonismo que quizás aportara coherencia a un relato absurdo. En cada palabra se cuestionó su propia necesidad de la coherencia, esa extraña tierra prometida donde todo cobra sentido.
Fumaba silencioso, hamacándose suavemente al ritmo de los Impromptus de Schubert. Las notas provenientes del disco de vinilo se intercalaban con los sonidos agregados por los años, los rayones y la púa del tocadiscos en mal estado. El conjunto sonaba como si la grabación la hubieran hecho durante un día de lluvia.

Sobre la medianoche repasó las tres versiones distintas de su relato sin encontrar lo que buscaba. Imaginó el piano subiendo y bajando por las calles, al ritmo de la Marcha Radetzky de Strauss. Se asemejaba a una escena ridícula de una película taquillera. No encontró las palabras adecuadas para transmitir la decadencia subyascente. Bronce destemplado, madera apolillada, bordonas oxidadas. Todo le resultó muy trivial y obvio, sin un verdadero latido literario que él pudiera interpretar.
Hurgó en su memoria convencido de haber leído un relato de características similares en alguna recopilación de cuentos cortos publicados hacía más de cuarenta años, cuando Emma aún no había alcanzado -según los críticos de turno- su plenitud literaria. Recordó vagamente la historia de un aviador extraviado en un pueblo de montaña. Buscó sin suerte entre sus libros. El aviador tuvo un amorío en el pueblo, una mujer que también se llamaba Emma. Hugo sintió una angustiante necesidad de encontrar ese relato. Las similitudes, aunque borrosas, empezaron a tomar forma en su cabeza. Debía leerle a Emma esa historia para entender en qué clase de juego estaba inmerso.

Texto agregado el 25-07-2023, y leído por 420 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
25-01-2024 hay tantas buenas frases en ambos textos y tan bien logradas que no las podría ennumerar, felicidades amigo, me pasearé en tus otros textos con el debido placer. Espero que haya tercera parte. abrazo! V -Vincho-
29-11-2023 Muy bien logrado tu cuento cafeina***** yosoyasi
24-10-2023 !Hijueputa, usted ya se va a suicidar! scire
02-10-2023 Es una narración ambiciosa, pues lo haces de una manera diferente a lo que estamos acostumbrados. Una narración surrealista, en la que logras unos efectos maravillosos. Estaré pendiente de la tercera parte o capitulo, pues se trata de una novela. Saludos y estrellas nelsonmore
02-10-2023 Excelente cuento, agarra fácil al lector. Saludos desde Colombia nelsonmore
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