EL ESPEJO Y YO
El espejo de la sala es como uno más de la familia, acaso en él habitan todos nuestros difuntos que alguna vez se miraron en su ya centenario vidrio.
Es grandote, casi tres metros de altura, y es un obrero más de la casa, como la silla o la cuchara. Y desde su primer día de trabajo, es implacable filtro de las salidas, pues nadie se va sin su permiso, hasta no vernos con la ropa planchada, la camisa con el cuello limpio o bien peinadito el cabello.
Pero desde que mi abuelo enfermó hace medio año (postrado por un derrame cerebral en un hospital) sucede que nadie se atrevía a asear al espejo. Él lo limpiaba con esmero antes de su percance y me contaba que su abuelo también hacía lo mismo. Por eso, al comprobar que a mis tíos y primos les interesa un pepino si lo ven sucio o empañado (mis padres están excusados porque están trabajando fuera del país) desde hace tres meses, todas las mañanas me armo con un trapo mojado de alcohol o amoniaco y lo refriego bien para impedir que le arruinen la vida el moho y las manchas.
En retribución de mis cuidados, por lo cual ahora él saca pecho al saber que su vidrio luce impecable y brioso, desde entonces, cada medianoche (cuando todos duermen) él me deja ver, a través de su generoso cristal, a los finados que más quiero y extraño: a mi tío Jorge (que fuera hermano de mi madre) asegurándose que su corbata roja no esté chueca, sonriéndome con su gracia de siempre y saludándome con su mano; a mi querido Esnupi, perrito bigotón de abundante pelo blanco (que murió aplastado por una avalancha de cemento por descuido mío) moviéndome la cola y acercándose a mí lo más que puede, como queriendo acariciar mis piernas con su cabecita, como antes; y a mi amada abuela Rosa (el mejor regalo que me da el espejo) algunas veces acomodándose el abrigo azul o abotonándose la blusa, y en otras, polvoreándose el rostro o poniéndose ganchitos a sus cabellos, para después sonreirme dulcemente y extenderme sus brazos, y yo también extiendo los míos para abrazarnos todo el rato posible, y tantas veces hasta el amanecer, despidiéndonos con un amoroso beso mutuo en la mejilla, antes que despierten todos en casa y así evitar que nos descubra alguien y se pueda asustar.
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