| Tendría yo que haber sido muy niño, para usar el paso obligatorio desde mi cuarto a la sala de mi casa: la habitación de mi abuela. Mientras que una novia del campo agotaba ahí, sus últimos minutos de soltería. Y que al yo penetrar, le hacían un cambio de vestido; del regular al del matrimonio. Por cierto, que  era una joven muy corpulenta y no desconocida para mi. Aunque  algo infame por criticar de aquella manera nuestra vivienda.
 Porque pasó, que siendo yo  más niño aún, coincidimos en la casa de los Cruz, en el paraje nombrado el Cercado. Y fue durante una de mis vacaciones, cuando élla, por ventajas, había citado a su novio al rancho de los amigos  de su madre y de mi abuela. Casa en la que la  oí pronunciar el  nombre del prometido, con  una voz  salida de sus trémulos labios. Y también la miré esconderse  cuando  sonaron los pasos del brioso caballo que subía por la cuesta de bajar al arroyo más cercano.
 
 Y de inmediato, el nombre del novio, de tanto decirlo sé instaló en mi cerebro. Sin tener que haber pasado por el trance poético de  las oscuras golondrinas de Bécquer. Y dizque, los nervios les entorpecieron unos gestos, que después cedieron ante los requiebros del recién llegado. Pero yo también había estado en su casa, más allá de donde la comarca de los Cruz, cambiaba de nombre. Y admito que nuestro bohío del pueblo, era inferior al suyo del campo.
 
 Por lo que élla, en su crítica, extrañaba  la ducha, el tocador y el mágico efecto del espejo de su armario de caoba. Pero  estábamos en mi hogar, el rancho típico que mis abuelos armaron en el pueblo, luego de vender su tierrita del monte.  Una humilde vivienda que al momento solo le podía aportar el chance de  lavarse los pies, calzarse, cambiar de  vestido y cruzar la calle para ingresar por el portón de entrada, al patio de la iglesia santa Rosa de Lima. ¡Y nada más!
 
 
 
 
 
 |