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Inicio / Cuenteros Locales / ValentinoHND / Leónidas Volkov, el Señor de la Guerra

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El viaje de ida había sido breve pero estupendo para el señor de la guerra Leónidas Volkov. Su llegada al país de Malí había trascendido en la prensa internacional como uno de los eventos menos esperado del año, «y sin embargo apoteósico», como opinaran los comentaristas de la farándula política. Para los cortesanos encopetados del gobierno neoconservador moscovita, en su «criterio fatal», aquella pantomima no era más que una trama para acabar con la reciedumbre y soberbia de un hombre que cosechó los frutos de una pasión desmedida por la violencia y la maldad. Apuntaban con la severidad de un pope en lo alto de la Torre Spásskaya hacia la aguja mayor del reloj que señala los tiempos existenciales de cada eslavo y auguraban que ésta había marcado la hora última en la que debía ser juzgado por sus acciones serviles, ahora dudosas, como dudosa también era incluso su lealtad al Zar de los Oligarcas, Alejandro Nevski.

Como era de esperarse de tamaña presencia, su estancia balandrona mantuvo ocupado a todo el gobierno africano durante días, con informes que revelaban, deformándolo todo, por supuesto, las exigencias abrumadoras del halcón rojo. Decían que su hambre por vivir lo hacía derrochar sensualidad sobre el mirador de su alcoba, bailando desguarnecido y sin más piel que su ventura. Los camareros iban y venían; las damas de compañía y bailarinas de ballet mojaban su cama en medio de bandejas de plata que brillaban bajo el sol pastoril del desierto en un tiovivo sin freno; los alcoholes de las cintas más fabulosas llenaban de alegría el espíritu de los comensales en su suite ejecutiva; nadie, menos él, podía caminar sobre las alfombras de oro dispuestas a lo largo de la vereda, para que sus botas negras, ahora lustrosas, apartadas del fango y la nieve, no se ensuciaran de polvo.

Volkov pisaba el cielo de los semidioses. Caminaba cubierto de flores amarillas y añiles, abiertas las manos que golpeaban su pecho vigoroso, con el orgullo de un antiguo príncipe wéndico de cuatro cabezas y cuatro cuellos que aprovechaba para comer y beber tanto como cuatro hombres.

«¡Me celebro!», gritaba ebrio de poder en medio de los salones, aunque con un deje de melancolía propio de los condenados, «¡Soy un héroe, carajo!»

Con tan buena recepción, mientras volaba de regreso del África a Moscú, Volkov volvía a recordar la magnificencia del castillo escondido bajo las arenas de la ciudad de Djennée, que lo había acogido tan placenteramente y que amaba tanto como a su dacha de San Petesburgo. ¡Por Dios, Leónidas Volkov, no te olvides de la legendaria Tombuctú! La urbe pérdida de los trescientos treinta y tres santos, sinónimo de las antípodas, la acción, las leyendas y las riquezas, «El Dorado» para los eslavos inquietos que, como él, crecieron oyendo los cuentos de Nikolái Gógol y Varlam Shalámov.

Volkov, por supuesto, conocía de placeres. También sabía de lo que estaba por ocurrirle. Como un hombre en muchos hombres, con oficio en muchos oficios, podía adivinar su destino con solo contemplar el vuelo de un ave. Decir que existiera alguien que dudara de su capacidad para dominar el cauce de los acontecimientos, era herético. Volkov se bastaba a sí mismo para abrirse camino por donde no los había. Se asemejaba a esas almas que pecan una vez en la vida y que, siendo cogidas, aprenden rápido su lección para no volver a caer en el error, sino es por medio del orden y la disciplina. En la Corte, no se le tenía por conspirador y más de algún funcionario con sobrepeso lo admiraba por su tesonería. Cada una de sus promociones se las había ganado a pulso, sin degradar a nadie, a pesar de cargar con un pasado turbulento de excarcelario, chef y vendedor de perritos calientes. Por ello, Volkov pasaba desapercibido en la Corte.

Solo había un rasgo de su personalidad que lo hacía resaltar y ver como un sociópata, su «pensamiento frontal», que gravitaba incluso en su caminado. O era un sí sí o un no no. Sin medias tintas. Conocía los códigos de la calle, la locura del aislamiento y la estupidez de la presión humana. Sincero, obediente y sin repisas, su reputación de digno y justiciero le valió la recomendación de un jefe mafioso para un puesto de cocina dentro del Palacio del Kremlin. No era un favor desinteresado, pero Volkov supo sacarle provecho. Sus dones de guisandero acapararon la atención del Zar. Le aliñaba los mejores platos y las mejores bebidas, le contaba las mejores historias y le conseguía las mejores mujeres. Se aseguraba, con susurros al oído, sobre todo, de que no fuera envenenado.

El Zar, agradecido por su concienzudo trabajo, le concedió un contrato de «catering» que abarcó desde abastecer de alimentos a Palacio hasta suministrar con suplementos a la cadena de suministros del ejército de Eslavia del Norte. El Zar lo había favorecido como a uno más de su círculo. Pero este gran señor vivía en un constante miedo y no confiaba en ninguno de sus cercanos, salvo en Volkov, que le cocinaba a diario. Había nacido con una naturaleza débil y voluble que lo mantenía en creciente sospecha, por lo que era habitual que fortunas y familias enteras se esfumaran de la noche a la mañana a causa de sus temores infundados. Un día oscuro de invierno, llamó a Volkov en su oficina para sostener una entrevista velada. Con la vista entreabierta y la quijada ajustada, lo nombró su «copero real», guardaespaldas mayor de su Majestad. Inevitable como su genio para la gastronomía y el comercio, Volkov se inclinó por lo práctico y funcional, la creación de un cuerpo rápido y eficaz de seguridad, una especie de «guardia pretoriana» cuyo objetivo era mantenerlo blindado de las asechanzas ya reales ya imaginarias y que acabó por convertir a Volkov en jefe un grupo de mercenarios.

«Mi vida no la puedo confiar en nadie más que en mi propio cocinero», le había dicho el Zar entre risas serias. «Nado entre bestias y limbos infernales que buscan mi caída, y usted, Leónidas Volkov, es un ángel astuto que sabe jugar a los dados con Dios y con el Diablo.»

Cuando estalló la «Gran Guerra Eslava», Volkov fue el primero en emprender la defensa de la «Madre de Todas las Patrias» y de su «Esposo» el Zar Alejandro Nevski. Comandó a su propio regimiento, la flamante y numerosa «Compañía Schnittke», formada por ex convictos que reclutó de las cárceles que antaño conocieron sus huesos.

«Si peleas como un hombre, te conseguiré el indulto con el Zar», les prometía mirándolos a los ojos, fijamente; utilizaba una psicología sin escondrijos, distinta del discurso oficial que manejaba en la palestra pública, ganándose con ello su entera confianza. «Escúchame bien: No lo harás por nadie, sino por ti mismo y por dinero. Recuerda que no hace poco vivías y sentías como un malhechor; ahora vivirás y serás un héroe de guerra. ¡Imagina el orgullo de la Mamachka! “¡Por fin, mi hijo se redime!” Imagina el dinero en tu bolsa, imagina la felicidad.»

Volkov era, ante todo, un líder y, como tal, sabía cómo hablar a cada uno; manejaba su Compañía con puño de acero, pues en sus filas pululaban asesinos, ladrones y hasta acusados de traición. No admitía drogadictos ni anarquistas, que despreciaba por «débiles y estúpidos». En el fondo, sentía pena por sus hombres, que más que verdugos, le parecían tontos. Los entrenaba con la ayuda de veteranos de las fuerzas especiales en un curso de tres semanas, para luego enviarlos al frente de combate ubicado en Eslavia del Sur. Allí se había organizado para la toma de la ciudad sureña de Bajmut, bastión de entrada enemigo. Para Volkov, conquistarla significaba su regalo en primicia para encomiar la fecha de natalicio de su amado zar y «amigo».


Volkov aprendió rápido a controlar todas las cosas a su alrededor, incluso el discurso que se operaba en la Corte y el público en general, utilizando como canal de desinformación una aplicación de mensajería llamada Telegrama. En su canal, se presentaba como un hombre legítimo, duro, pero de verbo fácil, lejano y a la vez próximo en el radio de emoción de su audiencia. Grababa una especie de diario visual sobre la guerra, en donde su personalidad de una sola pieza descollaba por su imponencia y su empatía para condolerse por la dureza de los errores que habían sufrido o sufrían sus soldados. Con ello, comenzó a ganar sus batallas más allá de las fronteras físicas.

A sus huestes las bombeaba con bulos virales y la exposición de videos macabros, sobre ataques hostiles enemigos, para desensibilizarlos. Forraba los salones de consulta y aprendizaje con fraseología y simbología ideológica-religiosa extrema, para radicalizarlos. Acuñó incluso una frase de tiro proveniente de su propia personalidad, el «pensar frontal», un eslogan de la muerte con el que sus combatientes adquirían una mayor resistencia de espíritu durante los enfrentamientos más bestiales. Su canal era la mejor arma de combate después de los misiles.

«No había manera de que sobreviviéramos», recordó escuchar a uno de sus soldados que hablaba con tono heroico y a quien ascendió a comandante, «Pero aguantamos. Y lo logramos. Nueve mil de treinta mil hombres cayeron. Uno a uno sacábamos los ojos por encima de las trincheras, levantándonos cuando vimos que el enemigo estaba casando y sin municiones. Entonces arrasamos con ellos, a punta de balas y de presión anímica. Al vernos salir de los agujeros como hormigas, se echaron a temblar y llorar por la falta de provisiones y de fuerzas. Pensaron que éramos invencibles, unos soldados inmortales. No tuvimos piedad. Cortamos todo de raíz. En lo sucesivo, regimiento tras regimiento cayeron como cartas de naipe.»

Para el Zar Alejandro Nevski aquella victoria fue un golpe de autoridad que hizo de él un gobernante sabio y reverenciado por sus propios gobernados y millones de fans en el extranjero. En las redes sociales, sus seguidores publicaban con orgullo la bandera rojiblanca de Eslavia del Norte junto a una fotografía épica del Zar Nevski. Las masas se agolpaban por montones en la Plaza Roja. Celebraban una victoria contundente que no saboreaban desde hace un siglo. El Zar Nevski y Volkov habían movilizado por fin a toda la sociedad para una guerra prolongada que les traería grandes beneficios.

Leónidas Volkov había pasado de ex presidiario a héroe, con todo su regimiento. Auguraba, desde el carro blindado con cadenas de oruga, a la vista del pueblo que lo aplaudía, que la conquista de Eslavia del Sur no le sería difícil.

Hasta que todo se puso difícil de verdad.

Aun con toda su gloria, Volkov no era considerado como un experto por los generales del ejército, que se consideraban a sí mismos unos verdaderos profesionales del arte bélico. Ni siquiera lo tomaban en cuenta como recluta. Para ellos, no era más que otro oligarca avaro de poder que se escondía tras la generosidad y estupidez del Zar y de su Ministro de Defensa. De frente, elogiaban su fuerza y brutalidad, «tan digna como la del antiguo Aquiles», pero, a sus espaldas, decían que como aquél no tenía ni idea de cómo pelear una guerra. Su «ominosa estrategia» hasta ese momento había consistido en resistir con sus pelotones tirados en el suelo y atacar en masa, sin ningún fundamento científico. Un accionar bélico de imbéciles que dependía siempre del sacrificio de un alto número de soldados y pertrechos. Hasta un novato de academia sabía que Volkov peleaba sus «zafarranchos» con una pericia inhábil y cavernaria. Inútiles, sus actuaciones se consideraban peligrosas e irracionales, y lo embarcaban en un curso de colisión con la alta cúpula militar, que asentaba su ataque en la estrategia silenciosa y la ayuda de tecnología de punta.

«La guerra de Troya la ganó Odiseo», le dijeron una vez entre gritos ante sus llamadas de auxilio.

Por cada una de estas críticas, Volkov, bien pagado de sí mismo, se limitaba a contestarles:

«Otros deberían tratar de seguirnos, evitar la cobardía, y evitar así la humillación».

A medida que la Compañía Schnittke bajaba conquistando pueblos y ciudades, el grado de dificultad crecía en igual proporción, incluso mayor. En uno de sus últimos ataques durante la invasión del óblast de Jersón, mientras se deslizaba en sigilo por el sur a través de Crimea, Volkov había madurado la intención de asegurar el puente de Antonovskiy para que las tropas de su Compañía abrieran el paso al ejército regular sobre el río Dnieper. La idea era usurpar la ruta hacia la ciudad de cruce de Mykolaiv y acceder de manera irrestricta a la capital política del país. Encaramado en su carro blindado, podía escuchar en el aire los gritos de victoria nacidos de su asalto relámpago, cuando un contraataque no previsto de las fuerzas militares sureñas lo despertó de su sueño. El bombardeo de la aviación fue tan brutal que arrasó con la mayor parte de sus hombres y vehículos de combate. En segundos, pudo verlas, contrariado, desperdigadas en una hilera larga y humeante, convertidas en chatarra.

Volkov había sobrevivido a la acometida, pero parecía haber perdido la cordura. Muy irritado, daba la orden de retirada debajo de una lluvia de bombas de racimo que le destruían y le cerraban el camino de vuelta, mientras su Compañía respondía con una lanzadera de misiles tierra-aire. En su repliegue, poseso de ardores y agravios como nunca los había sentido jamás, daba también la orden para que se apuntarán los cañones hacia los hospitales y las residencias de ancianos, y que se dispararan sin ninguna misericordia. Frenético, mandó a que se violaran a las mujeres y se fusilaran a sus maridos en las calles de las aldeas y caseríos que se encontraran en su huida.

La «Picadora de Carne» hacía honor a su nombre. Un sutil pero tétrico desdoblamiento le había asolado cualquier condicionamiento moral. Los soldados enemigos y los suyos comenzaron a temerle con horridez. Volkov había tomado la costumbre de torturarlos ante la cámara móvil de su celular cuando alguno caía en sus manos o levantaba la mínima sospecha. Después subía estos videos a su canal de Telegrama incluso en pleno proceso de descuartizamiento, estando vivos aún. Convirtió a su Compañía en un teatro inverso de horrores para suscitar emociones intensas en la gente y para influir en su modo de ver la vida. Su discurso había cambiado en relación con todo lo que Volkov simbolizaba para sus hombres y para el pueblo de los eslavos del norte. Las herramientas discursivas que empleaba para lavarles el cerebro a otros, por fin le habían lavado el suyo. Hablaba y se conducía como un terrorista, delirando creencias extrañas que daban de alguna forma sentido a sus actos enfermos de consumación; enfrente de la cámara, justificaba sus desvaríos con temas de persecución y pensamientos autodestructivos; soñaba con ejecutar una acción punitiva hacia un enemigo indeterminado. De su boca fluía terror, mezquindad e imágenes que decían que efectivamente «La Picadora de Carne» Volkov y su Compañía Schnittke existen e irán por ti esta noche.

Las derrotas se le acumulaban, y Volkov comenzó a andar con el pie equivocado. Lo arrebataba un sentimiento de inferioridad y no paraba de insultar a los altos oficiales que supuestamente le negaban a sus fuerzas suministros críticos. Criticaba con acidez la vergüenza de un súper ejército en la que sus soldados tuvieran que pasar por alto la burocracia para donar algunas de sus escasas municiones a la Compañía cuando cada día morían acribillados a manos de los eslavos sureños.

«Desde aquí, he podido ver cómo por culpa de unos sinvergüenzas e intrigantes no calificados de la Corte, los soldados regulares y los míos han tenido que caer abatidos bajo el poder de la metralla enemiga. Estos niños vinieron aquí como voluntarios y mueren para que ustedes se duerman en sus sillas como gatos obesos en sus oficinas de lujo», fustigaba, usando sus insultos habituales para el Estado Mayor norteño.

Volkov no solo seguía perdiendo más batallas, sino que más hombres y el apoyo de la jerarquía castrense. Recibió una circular en la que le negaban el acceso a las cárceles para reclutar beligerantes; además, le prohibían pisar cualquiera de las instalaciones militares norteñas. Colérico, trató de comunicarse con el Zar Alejandro, pero éste nunca le contestó el teléfono. Un silencio, largo y profundo, se dejó sentir por la línea.

Volkov comenzó por aceptar su nueva realidad: Estaba solo. Su ritmo, lento en el campo de batalla, no sería suficiente como para avanzar hacia la captura de la ciudad de Jersón. Por primera vez, comenzaba por apreciar las acciones del enemigo, al que calificaba de «difícil» y elogiaba por «aferrarse a cada metro de su terruño».

En los últimos días, Volkov insistía en que fuertes dolores de pecho le aquejaban. Su canal de Telegrama ya no bastaba, por lo que, saltándose la barda gubernamental, llamó a una conferencia de prensa donde advertía sobre una contraofensiva sureña para liberar a todas las ciudades y aldeas tomadas por el ejército del norte. Dijo que tal acción haría colapsar todo el frente si el ejército regular no acudía en ayuda de la Compañía Schnittke.

«Recurro a la opinión pública y a los medios de comunicación porque ya no puedo resolver los problemas tras bastidores», dijo.

El Estado Mayor lo negó todo, pero la alta cúpula no soportó más la vergüenza, al punto en que el Zar Alejandro se vio obligado a salir en la televisión estatal para asegurar con firmeza que había tomado la decisión de ejecutar una operación militar especial para «defender a las personas que durante años han sufrido persecuciones y genocidio por parte del régimen sureño.

»La salud moral de nuestro ejército es inmejorable. Mi voluntad es la de liberar del mal nacionalista a nuestros hermanos del sur.

»También la de llevar ante los tribunales a quienes cometieron diversos crímenes sangrientos contra civiles, incluidos algunos cometidos por ciudadanos de Eslavia del Norte. »

Las palabras del Zar Nevski eran la última piedra sobre la tumba de Leónidas Volkov. El jefe de la gloriosa Compañía Schnittke podía darse por hombre muerto. Pero nuestro Volkov no era un personaje cualquiera y conocía a cabalidad la mentalidad acomodada y canalla de las castas moscovitas. En un arranque de orgullo soberbio, arengó a sus tropas y se dirigió hacia el norte, hasta alcanzar el pueblo de Nevgorov, en tierra norteña. Se hizo del control político y anunció una "marcha de la justicia hacia Moscú”.

Las alarmas sonaron por todo lo alto en Eslavia del Norte. La «Picadora de Carne» trabajaba ahora con el fin de triturar la integridad y la gobernanza de su antiguo amo. Los cortesanos emblanquecían los ojos del miedo y aseguraban que tal portento era una máquina despiadada que ni el propio ministro de defensa sería capaz de aplacar. El Zar y sus generales se encontraron de repente con las manos atadas. Si lo atacaban, corrían el riesgo de provocar una guerra civil innecesaria.

Volkov había dejado de ser la figura crucial para los planes políticos del Zar y los objetivos del Estado y en cambio se había convertido en su amenaza más grande. De pronto, la palabra «traidor» comenzó a escucharse en cada rincón del país, sin que el nombre del jefe rebelde fuera mencionado.

Volkov, no obstante, presumía de una fina inteligencia. Cerca de las orillas del rio Gorodniá se detuvo. Sacó su celular y abrió su canal de Telegrama, donde hizo la siguiente declaración:

«He venido junto a la Compañía Schnittke con la intención de hacer llegar mi leve protesta y no a derrocar el poder instituido por Dios y las Leyes en el país.»

No tuvo que esperar mucho para hacerse escuchar. La gente de los alrededores caminó hasta el río en medio de la nieve para mudar su llegada no deseada en una celebración. El Zar envió una embajada especial que le ofreció el indulto y lo recibió en la Corte como a un militar consagrado. Incluso le propuso un nuevo encargo:

«Es hora de liberar a los africanos del colonialismo europeo».

Volkov supo aprovechar su movimiento y aceptó sin rechistar. En el fondo, quería alargar sus deseos de sentirse libre, hacedor, y por momentos respetado. Pero como todos los adalides, su racionalidad le advertía que había alcanzado ya su punto cumbre.

Ahora volvía a su tierra helada en aquel destartalado avión africano desde el soleado Malí, cuando cerca de la región del Tver tuvo aún la oportunidad de apreciar cada uno de los detalles de la letra Z pintada con mano burda sobre el misil que lo golpeaba de lleno a él y su tripulación, haciéndolos añicos sin más.

Sus memorias flotaban en el aire todavía, con imágenes de arenas naranjas, mujeres negras y voluptuosas, pirámides enladrilladas y la hermosura de un sol amarillento.

El fin atrapaba al legionario Leónidas Volkov de forma imprevista, con una explosión calurosa, rítmica y estrujadora que lo hacía sentirse, paradójicamente, más vivo que nunca. Era como si estuviera escuchando al propio Zar, sentado en su diván de color turquesa, tocarle una sinfonía de la destrucción en honor a uno de los grandes señores de la guerra. Quiso decirse a sí mismo que se arrepentía de la mala vida que había llevado, pero algo en su corazón se lo impedía, porque, sin faltar a la verdad, la había disfrutado segundo a segundo. En realidad, sentía lástima por el Zar Alejandro, sus ministros y su pueblo. Así que, riéndose de buena gana de su propia muerte, logró exclamar:

«Se acabó. La muerte no existe. Salve Eslavia del Norte. Salve el Zar de los Oligarcas».

Ante la opinión pública, el Zar, haciéndose el desatendido, cuando le preguntaron sobre su entierro, dijo: «Era un tipo problemático, pero bueno para alcanzar objetivos».





Texto agregado el 26-09-2023, y leído por 363 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-09-2023 Denso... wow. Interesante. luisgerminalmunozsalvador
 
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