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Inicio / Cuenteros Locales / ValentinoHND / Un cuento del capital: La Señora Sonsoles

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Los populares no somos la mucama de nadie. No vamos a repetirlas. ¿Sabes por qué? Porque me dueles, Madrid, me dueles, ciudad del encanto. Y tú, España, me atormentas, porque reconozco que desde el histórico Puerto de Santa María de Cádiz hasta el Palacio de la Zarzuela, tu corona ha sido mancillada por la reiterada profanación de una horda de hunos y bárbaros socialistas, demonios de la pobreza y la miseria que te mantienen sometida. ¡No y no y no! Hemos ganado las elecciones presidenciales y tenemos el derecho de formar gobierno y de liderarlo como Dios manda.

Así sermoneaba la señora Sonsoles de Armas a sus invitados en la cena post-electoral que ofrecía en tres de las cuatro terrazas de su vivienda asentada en una de las zonas ultrarricas de Madrid. Al unísono, los aplausos fluían como el agua efervescente de una cascada natural y fresca. Los salones, soberbiamente llanos, gozaban de un cortés ornamentado neoclásico que era avivado por la lisura brillantez de unas exquisitas cortinas de seda. Hombres y mujeres de la gran industria, la banca, el sector de energía y las comunicaciones, se sentaban a la mesa junto a los nobles más recalcitrantes de la monarquía, dueños de las grandes fincas de la agricultura, para ovacionarla entre olés y besos al aire. Les hablaba con la fuerza y la seguridad de una creyente y de una cazadora, lo que realzaba su rostro de porcelana y tonalidad sonrosada que relucía con dulzura bajo la luz de unos candelabros venecianos pincelados en oro. En la cochera, un Lambo le hacía sombra a un Ferrari Portofino.

Como directora de un banco líder y propietaria de una empresa de asesoría financiera, pasaba por ser la más encantadora y más elocuente de las mujeres de su clase. Aunque había heredado el trabajo de su padre, amaba lo que hacía sin necesidad de auto convencerse de nada. Su boca, tierna y candorosa, una delicia que parecía creada para bendecir y multiplicar todo aquello que acariciara, pero incapaz de superar su gran inteligencia para la táctica y la estrategia. Todos los ahí presentes le rendían adoración, no solo por su presencia deslumbradora, sino porque les había llenado los bolsillos de plata durante la crisis. De hecho, antes de este discurso, había hecho hincapié en que gracias a la asfixia económica del súper secreto Cartel Empresarial, las masas habían girado hacia la derecha y, paradójicamente, enriquecido a sus empresas. «Los betas se comportan como si fueran las perras de unos masoquistas. Entre más les pegas, más te enriquecen.» Acotó que solo la lealtad corporativa, ese valor primordial al cual todo el conglomerado de corporaciones obedece, rinde excelente frutos.

—¡María! —gritó enseguida, llamando a la trabajadora doméstica, tocándole la campanilla—. Ya puedes servir el postre. ¡No te duermas, por el amor de Dios! Discúlpenla, estimados míos.

María entonces aparecía desfilando con diligencia trémula y ofrecía a los invitados sus platillos con el respectivo atavío protocolario. A María le cansaba, sobre todo, las miradas burlonas que parecían mofarse de su origen foráneo, humilde y obediente. Casi todos los fines de semana, su vida se volvía más pesada que de costumbre. La señora Sonsoles de Armas —una de las personas más ricas de España— gustaba en exceso de la juerga y la jarana. «Es mi único vicio. Me quita el estrés», acostumbraba a decir, guiñando sus ojos guapos. Pero su otro yo, era un tirano que no admitía quejas ni revoluciones. Por ello, le exigía a María una laboriosidad a prueba de dictaduras. María no solo debía hacerse cargo del cuido y la crianza de sus tres pequeños, a los que abandonaba sin ningún pudor, sino de las labores domésticas diarias, como lavar, secar, ordenar y planchar la ropa de cama, cortinas y de uso diario e íntimo, limpiar mesas, pulir baños, pisos interiores y terrazas, día a día, para una casa de cuatro plantas; también debía cocinar, por cada tiempo de comida, al menos tres platillos y un postre, incluyendo la preparación de banquetes y decoración de fiestas; del mismo modo, se encargaba de planchar una montaña de atuendos tan grande como una habitación entera, porque la señora, su marido y los señoritos se cambiaban de ajuar cada tres horas, a la mínima mácula de suciedad. No contenta con eso, dentro de sus obligaciones, debía hacerla de decoradora y asistente de eventos, costurera, enfermera, plomera, carpintera, albañil y psicóloga. Todo por menos del salario mínimo, novecientos euros, para ser exactos.

Pero el asunto que los tenía a todos atentos, alegres pero a la vez consternados, avinagrando su celebración, consistía en un pequeño detalle que enviaba todo el esfuerzo de los señores al más hondo de los infiernos. Su partido, el Popular, al que inyectaron millones de euros, por fin había ganado las elecciones presidenciales; no obstante, ellos, sus dirigentes, se veían incapaces de formar gobierno. Un detallito que les aguaba la fiesta. Por esto, la culpable era la democracia y el pueblo. Como el sistema de gobierno se basaba en los estatutos de una monarquía parlamentaria, la gobernanza y la elección del presidente de la nación recaían en el Congreso, ahora dominado por los diputados socialistas e independentistas. El Rey no podía intervenir y hacer del candidato popular el presidente. No había más opción que presionar y presionar, porque de volver a repetir las elecciones, era posible que las perdieran, dado los últimos acontecimientos.

—La democracia no sirve para nada —dijo el duque de Villalba, con rostro amargo, señor y propietario de gran parte de los sembradíos de oliva y vegetales en la Región Este del Reino—. Es la tiranía de la mayoría estúpida sobre la minoría pensante. Ese congreso de mierda no debiera existir ni un segundo más. El finado Paquito ya hubiera puesto orden desde hace mucho tiempo.

—De acuerdo con usted, duque —dijo Roberto, el director de una gran fábrica cárnica—. Debería ser destruido y este Reino volver al Paleolítico bajo la gobernación de un rey verdadero que no tolere siquiera la existencia de partidos marxistas que tanto daño hacen a la población con su diabólico progresismo. Vea en qué posición estamos: No tenemos siquiera la capacidad de formar gobierno ni ganando el voto mal llamado «democrático». Esto es injusto. Habrá que resucitarlo.

«Dios mío, se dijo María. No sé qué haré este domingo cuando salga por la tarde. En los supermercados todo está carísimo. Los precios han subido más del doble. El aceite de oliva vale tanto como una onza de oro y las carnes y verduras no las puede comprar ni el propio monarca. ¡Pero por qué! Si todos seguimos ganando lo mismo, y hasta menos. Pobres hijos míos. No comerán por la noche. Tendrán que conformarse con sopas instantáneas.»

—Ya estoy harto de ser políticamente correcto —dijo Tomás, director de banco, aflojándose el saco y eructando los gases de una nutrida comida—. No puedo más con la demagogia de los políticos y su mentira igualitaria. Odio a todos lo que hacen defensa del feminismo, los derechos civiles y el multiculturalismo. Pero odio, sobre todo, que me cobren impuestos y se haga una supuesta redistribución de mi riqueza con ellos, para mantener a ese atajo de inútiles que a diario nos invaden y a esos vagos de los rojos.

«Ay, Señor bendito, suspiró María al recibir un mensaje de alerta en el móvil. ¿Qué? ¿Qué debo pagar 78 euros por mantenimiento de cuenta bancaria cada tres meses y hasta con intereses? ¿Por qué, si el banco no hace otra cosa que prestar mi propio dinero? ¡Me están exprimiendo 300 euros al año de la nada! Estoy que me desmayo.»

—El pueblo es esa masa que grita, “somos unos imbéciles” —dijo Ryan, dueño de una gran empresa de telecomunicación, mientras veía la hora en su Rolex—. Si supieran que el comunismo se trata de crear más y más pobres para luego decirles que su pobreza se debe a la riqueza de unos pocos, como nosotros, que dejamos el pellejo día a día con largas jornadas de trabajo en la oficina.

«Hola, preguntó María por el teléfono móvil. Sí, soy yo. Es mi nombre. ¿Cómo? ¿Pero por qué? ¡47 euros al mes por renovar mi nuevo contrato de internet! ¡Qué les pasa! Si les estoy pagando 27 euros, más que suficiente. Pero de eso, a 600 euros al año...Oiga, ¿no tienen corazón ustedes? No, no. Por favor. Esperen. No, no. Dejarán a mis niños sin internet y no podrán hacer sus consultas de investigación. Señor, señor… Vea, yo… Colgó… Maldita sea.»

De pronto, un estruendo terrible se dejó escuchar en la terraza de abajo. Todos corren a ver lo que pasa. Los señoritos, enfiestados, se han pasado de copas y, jugando, han quebrado las botellas de whisky y doblado los cubiertos de plata; han aventado, rompiéndolas, las mesas y las sillas al jardín. Las cortinas de seda están manchadas de vómito. Cuando la señora Sonsoles arriba, la reciben con risotadas majaderas, como si lo que hicieron fuera gracioso. Los demás celebran las ocurrencias de los jóvenes. «Ah, juventud, divino tesoro». La señora bonita está enfurecida. Llama a María y la reprende.

—¿Qué es todo este desorden, María? Aquí no se te paga para venir a gozar de la fiesta, sino para trabajar, ¡para estar pendiente de todo! ¡Esto es culpa tuya! No tendrás libre este fin de semana.

A María no le queda otra que agachar la cabeza. Para todos es evidente que es su culpa. Comienza a limpiar el desorden y corre de aquí para allá, de la cocina a la terraza, de la terraza al baño, del baño al jardín y del jardín a la cocina, para volver con el trapeador, antisépticos y cubos de agua. La señora Sonsoles se dirige a los muchachos que siguen riéndose como unos retrasados, y les pregunta:

—¿Estas bien, Ricardito? ¿No te has hecho daño, verdad? Venga, no pasa nada. Subamos a la otra terraza. Allá la pasarán mucho mejor que acá. Vamos, sube, sube.

»Me has defraudado, María. ¡Qué barbaridad! Ya no se puede confiar en tu labor como mucama. Típico de tu cultura. No están aptos ni para trabajar en el más pequeño de los trabajos. Lo más desagradable es que nosotros debemos cargar con su vulgarismo y con su holgazanería de quererlo todo de regalado y sin esfuerzo.

»¡María! —le grita de nuevo, colérica, desde la otra terraza—. ¿Qué te pasa? ¿Acaso crees que los señoritos se atienden solos? ¡Anda, rápido, deja la pereza y ve por unos platillos y algunas bebidas! No se te olvide traer más bocadillos para los invitados.»

—Sí, señora.


Texto agregado el 03-10-2023, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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