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“El niño Isaac creció y lo destetaron. El día en que fue destetado, Abraham hizo una gran fiesta. Pero Sara vio que el hijo que Agar la egipcia le había dado a Abraham, se burlaba de Isaac. Entonces fue a decirle a Abraham: «¡Que se vayan esa esclava y su hijo! Mi hijo Isaac no tiene por qué compartir su herencia con el hijo de esa esclava.», Génesis 21:8.

Agar entonces fue sacada en la oscuridad de la noche, junto a su hijo Ismael, primogénito de la casa de Abraham el Acadio, y aventada a su suerte en el frío del desierto. Juntos caminaron sobre las dunas, por días, hacia el Sur, hambrientos y llenos de sed, acechados por las bestias; hasta que un ángel les reveló la existencia de un pozo al que llamaron Zamzam, hoy conocido como La Meca, que llegó a convertirse en la heredad del hijo rechazado.

En ese tiempo, no existían árabes ni judíos. Solo dioses, miles de dioses, que vivían devorándose unos a otros en la cúpula de los cielos. Pero había tierra. Mucha tierra. Para todos. Por lo que, para Agar, aquellos dioses no servían para nada. En su bóveda celeste, solo existían noches oscuras y carentes de estrellas. Pecado y mala naturaleza. Esclavitud y feminidad. Oscuridad y pena. Sometimiento ante un patriarcado que fraguaba una coraza dura y sostenida por una trama económica incipiente con la que conseguiría blindarse; a pesar de su sangre azul, la egipcia, que valía más que toda la casa de Abraham. Pero había tierra. Mucha tierra. Para todos. Y con ella una maldición para el hombre, que acabaría en los lomos de la mujer y de los débiles.

El rostro de Agar no pudo iluminarse jamás, incluso después de que se le echara y se le forzara a ser libre, no por voluntad de su esposo ni suya, sino por el poder de una nueva fuerza terrateniente que lo haría temblar todo en lo sucesivo. Agar razonaba que ser pobre, y mujer, estaría mal de aquí en adelante. Una revelación que no la haría feliz. Aún después del milagro de Ismael, que, rascando el suelo de aquel pozo, hizo brotar de él una fuente de agua que daría vida a un nuevo mundo, sus ojos seguirían entristecidos. Hay tierra. Mucha tierra. Para todos. Pero seguro la tomará Ismael, se hará fuerte y la celará tanto como lo hará su hermano. Y, detrás de esto, habrá mucha violencia, quizá demasiada. Los ojos de Agar se han congelado y han quedado tristes.

Como los míos. Tampoco yo logro ver en mi cielo de Palestina a ninguna estrella. Veo fuego, polvo, estallidos, obuses, balas, sangre, inmisericordia. Por unos pocos, pagamos todos. Por el celo a perder una heredad, se pierden muchas vidas. Aun cuando hay tierra. Mucha tierra. Para todos. Los dioses de mi abuela Agar y de mi abuelo Abraham eran unas tablillas. Los de mi tío Isaac, el Tetragrámaton, y los de mi padre Ismael, una roca negra. A mí ya no me importan más. He comenzado a creer que son dioses malos.

Solo deseo que este infierno creado por las mentes más altas y recalcitrantes acabe y ellas con su final. Su fanatismo falso, su sed por derramar sangre fraterna, no me representa ni a mí ni a mi pueblo, que suma casi las tres millones de almas. Qué sean llevados a los tribunales todos aquellos que planificaron, incitaron y cometieron crímenes que azotarían el cuerpo y alma de nuestras familias y naciones. Porque nada hay más terrible que distinguir en los cielos la formación de un arco mortal cuyo poder de explosión culmina en un hospital que estalla a pedazos y con él cientos de seres humanos. Bebés convulsionando mientras escupen polvo y sangre. Niños muertos en brazos de sus padres suplicantes. Jóvenes descuartizados y sin vida bajo los escombros. Una colectividad entera culpada por crímenes cometidos por la complicidad de unas élites guerreristas. Un pueblo aprisionado que presencia horrendamente cómo la guerra le desuella la piel y le corta la carne en migajas, sin que a nadie le importe su grito de sufrimiento. El horror no tiene bandos, solo mártires inocentes. El horror de la guerra es como la de un hombre furioso que se come a sus hijos. Como el Cronos de Goya. No se puede culpar y castigar a un país entero por las atrocidades perpetradas por una minoría política, religiosa y homicida, que, además, lo controla con terror, infligiéndole un doble castigo. Aquellos que hayan vivido bajo una dictadura lo saben. Estoy convencida, firmemente, que no es nuestra culpa como mayoría, ni hoy ni en la Antigüedad.

Incluso Agar en su tiempo sabía que en la guerra existen reglas. Pero más allá de eso, sabía que existía piedad. Y tierra. Mucha tierra. Para todos. Sentémonos y démonos un espacio de raciocinio juntos. Qué haya perdón entre naciones, pero castigo para los verdaderos culpables.

Saber esto, sin embargo, a mí, como a Agar, nunca nos aleja de la tristeza. El pecado ha sido tan grande, que la sangre de los inocentes llega hasta los confines del Universo.

Texto agregado el 30-10-2023, y leído por 190 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
31-10-2023 Un texto límpido que trata de divagar sobre los horrores de cualquier conflagración, teniendo como enseña en este momento, la sangre derramada con la que se sacia el poder en las sombras. Un gran abrazo, amigo. guidos
31-10-2023 Un texto salido de la pluma de una persona culta. Pero no se queda en eso, porque también hay una sabia crítica a un absurdo. Te felicito. peco
31-10-2023 Nada justifica una guerra, creería que es el fanatismo.Muy buena tu expresión. yosoyasi
31-10-2023 Nada justifica al terror, ni que todo el pueblo pague por los extremistas tanto de un lado como del otro. Excelencia de prosa, claridad y sencillez y se cmprende el mensaje que da. Abrazo grande y buena noche. sendero
30-10-2023 Un escrito muy sabio, maravilloso, de alguien que no está cegado y ve mucho más allá de lo que se muestra. Mis felicitaciones más sinceras, Valentino!!! 5* MujerDiosa_siempre
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