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Una piedra en el camino

Era el principio de los años setenta. Yo, que en ese entonces apenas entendía de geopolítica lo indispensable para pasar por “niño informado”, los bauticé con total desparpajo como los años locos. Y vaya que lo eran. El mundo ya venía con sus equipos definidos: el primer y el segundo mundo, empujándose el pecho mutuamente como dos borrachos peleando en cámara lenta, le llamaban la guerra fría, y el resto del planeta era el tercer mundo—mi país incluido— jugando el papel de sobrino pobre que mira el conflicto desde la puerta, esperando que no lo salpique ninguna bala perdida.

En mi ciudad los revolucionarios ya se estaban amarrando los bototos para agarrarse a balazos, como si la guerra civil fuera una fiesta a la que había que llegar temprano para encontrar mesa. Y en los cuarteles, los orangutanes castrenses —marciales, rígidos y siempre con olor a combustible— dormían su siesta de siglos, puliendo tanques y lustrando botas para cuando llegara el momento de hacer ruido. Todo parecía avanzado, como una tormenta que uno ve venir desde el cerro y piensa: “no, si todavía falta”, pero de pronto ya tienes el agua hasta las rodillas.

Cada vez que viajábamos a Santiago, mi padre se preocupaba y nos llevaba a visitar a cada uno de los hermanos de mi madre: sus cuñados, la abuela, al suegro separado y que con su nueva esposa tenía más hijos que un estadio lleno, y que aportaba a la familia una lista de hermanastros que yo nunca logré memorizar. Pasar de casa en casa era obligatorio, un peregrinaje casi religioso. No existía eso de avisar, programar, confirmar. Nada. Uno aparecía, tocaba la puerta y se entraba directamente a la cocina.

Y era lindo. No voy a decir que no. En cada casa había olor a almuerzo abundante, niños corriendo, tías hablando todas al mismo tiempo, primos que parecían multiplicarse por mitosis. Las familias crecían porque sí, sin hacer preguntas. Nadie andaba preocupado por límites, cuotas o estabilidad económica. Por eso, de pronto, uno se encontraba sentado entre primos directos, primos lejanos, primos políticos, padrinos, ex vecinos y hasta algún compañero de trabajo de alguien que había pasado “solo a saludar”. Identificar parentescos era un acertijo para los valientes.

Y lo notable es que, pese al barullo, no había discusiones fuertes. En esa época, si alguien tenía ideas raras —progresistas, conservadoras, marcianas— simplemente se las guardaba. Hablar de política o religión era mala idea, y la sabiduría popular lo sabía. Entonces se hablaba de otras cosas: de la receta del pan de pascua, del vestido de la fiesta del domingo, del primo que se había enamorado de la hija del almacenero. O de la minifalda, que por entonces generaba más debate que toda la Guerra Fría junta.

Pero algo, en algún punto, se fue rompiendo. No sé exactamente cuándo. Todavía lo pienso y se me escapa. La armonía comenzó a hacer agua. Empezaron las distancias. Ciertas familias solo visitaban a ciertas familias. Otras, derechamente, dejaron de visitarse. El lenguaje se puso filoso. Las diferencias —que siempre habían existido, aunque discretas— empezaron a señalarse con el dedo: quién tenía casa propia, quién arrendaba y quién era allegado; quién iba a colegio privado, quién al liceo, industrial o comercial; quién trabajaba como obrero, quién como empleado; quién podía viajar en primera clase y quién juntaba monedas para la micro.

Las conversaciones cambiaron de tono. Ya no se hablaba del largo de la melena o de lo corta que estaba la falda. Ahora importaba si uno participaba en marchas, si estaba con la subversión o con la represión, si apoyaba las tomas o si se mantenía fiel a la autoridad. Nadie podía quedarse al margen. Había que elegir bando, aunque uno no tuviera ni idea de qué bando era cuál.

Y entonces ocurrió. Esa mañana que todos recordamos pero que ninguno quiere narrar. Nos quedamos mudos. Yo vi a los adultos petrificarse, como si el país fuera un animal gigantesco que finalmente había decidido sacudirse el polvo… y a nosotros incluidos. Y duró meses. Años. Para algunos, una vida entera.

Las familias que visitábamos en Santiago —las mismas que nos recibían con arroz con pollo y abrazos apretados— se dispersaron como hojas al viento. Unos terminaron en Francia, otros en Canadá. Y si uno sigue la línea, descubre la misma fractura repetida como un patrón: Alemania, Rumania, Suecia. Mi abuela nunca volvió a ver a sus hijos. Tampoco a los nietos. Y yo, que era apenas un chiquillo, entendí que no solo se rompía un país; también se rompía la sobremesa de los domingos.

Sin embargo, el sol siguió apareciendo cada mañana con esa costumbre tan suya de no enterarse de nada. Uno seguía viviendo, aunque faltaran sillas alrededor de la mesa. Durante un tiempo largo se habló en clave, como si las palabras fueran minas antipersonales. Cada cual evaluaba su cadena que amarraba con la libertad: algunos la consideraban suficientemente larga para respirar; otros la sentían corta, sofocante.

De ahí nacen estas letras. Porque si ahora ando con esta costumbre juguetona de recrear mi vida escribiéndola, me encuentro con zonas vacías. Pedazos faltantes. Como si alguien hubiera sacado piezas de mi propio rompecabezas. Me siento frente al cuaderno y las palabras se me quedan atrás, tímidas, como si supieran que hay pasajes que todavía no me atrevo a tocar.

Entonces me pregunto: ¿escribiré mi historia saltándome esos capítulos? ¿Tendré el descaro de contarla como si nada? O quizá termine narrando lo que les pasó a otros, poniendo mi voz donde no estuvo mi cuerpo. Total, en esto de escribir, pasar de tercera a primera persona es solo cambiar de asiento. Y yo, al parecer, todavía no decido dónde sentarme.

Texto agregado el 16-12-2023, y leído por 220 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-12-2023 escribe como te mande el coraz+on , tendras exito yvette27
16-12-2023 Buena narrativa. yosoyasi
 
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