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LAS CHIFLADITAS

La familia de tía Francia creció tan rápido, que a partir de los cuatro meses de casada, el silencio inicial que reinaba en el hogar, cedió a los llantitos, peleas y juegos infantiles de sus cinco retoños. Un intenso corre corre llenaban las horas de una madre consumida por las tareas de la casa. Nos referimos al hogar de los Vivaldi. Los vecinos y la familia, se acostumbraron a verla acariciar su vientre en forma de huevo, anunciando con ojos de virola estoy embarazada.

Trajo al mundo cinco hijas.. Las conocí desde que tenía tres añitos, cuando mi padre las puso en frente mío y me las presentó como primas, en el cumpleaños del tío Apolo. Quedé fascinado cuando las vi. Miré con envidia la forma en que las menores Katita, Sophy, Jet y Pelusa, seguían como tiernos patitos, los pasos firmes y altivos de Selena, la hermana mayor.
Cuando se hicieron jovencitas, serían conocidas en el mundillo familiar, como Las Chifladitas.

-Ellas caminan apiñaditas por todo lado, no se separan ni para ir al baño. A mí en cambio, nadie me sigue. Valla, son cosas del destino eso de ser hijo único, pensé-. Lo asumí con la mayor gracia.

Durante los años de infancia, ellas la pasaron muy mal. Sus piecesitos tocaron la tierra húmeda y polvorienta. Los tios se afligían cada vez que miraban el rostro alicaído de las criaturas que pedían a gritos por su comida. Buscaban por todos los rincones de la casa para ver si San Martín de Porres les arrojaba desde las alturas, un mendrugo de pan. A veces, el santo moreno les hacía el milagro, escondiendo en los rinconcitos de la cocina un pedacito de torta, un trocito de pan con queso o, si eran más afortunados, un paquetito de galletas de vainilla.

Mis padres nunca me dejaron visitar a mis primas, por más súplicas que les hice para que me llevaran a jugar con ellas. Tuvieron que pasar muchos años para que lo hiciera por mi propia cuenta. Yo era un quinceañero cuando las visité en Chorrillos, allá por los ochentas.

Aquel 28 de julio, día de la independencia, bajo una lluvia de cuetes y fuegos artificiales, me anime a tomar el bus que me llevó a la casa de mis tíos. Al principio, se me hizo imposible dar con la dirección que tío Apolo me apuntó en una servilleta delgada y húmeda.

Tuve que adivinar dónde estaba ubicada la casita, ya que no tenía calle ni número. El papel decía “sube la cuesta, sigue la trocha que tiene la huella de zapatos de otros caminantes, si se borraron, entonces bordea el camino de las piedras amarillas hasta que te choques con un tanque de agua pintado de rojo. Ahí, atrás, está nuestra casita.

Subí por un caminito de piedras, trepando una lomita de arena. En la nota me decía saludar al vecino Pepelucho y así lo hice. Seguí al pie de la letra las complicadas instrucciones que tío Apolo me anotó en la servilleta. Estaba a punto de renunciar, por lo difícil que se me hizo seguir andando. Me sentía derrotado por el agotamiento, sin la esperanza de llegar a ningún lado. Sudoso y con mal humor, decidí regresar, con el corazón en el suelo.

De no ser por Pulguita, el perrito de los tíos, que me enseñó el camino mientras me lamía mis zapatos con tierra, nunca hubiera llegado a la casa de los Vivaldi.

Antes de pasar por el pórtico de madera marrón, me di cuenta que la estaban pasando mal. Vivían en la parte elevada del cerro, privados de agua potable y de lo más elemental para vivir con tranquilidad.

Me apenó ver las manos polvorientas y callosas de mis primas, que temblaban al momento de sostener los pesados bidones, repletos de agua. El trajín de todos los días era subir el agua desde la autopista, donde se encontraban los camiones repartidores, hasta la punta empinada del cerro El Picudo. Desde lejos, se podía divisar la única casita de tejas verdes, incrustada en la roca más prominente de El Picudo.

Me sorprendió ver que el interior de la casita, no tenía nada que ver con la realidad de afuera. Todo estaba tan limpiecito que me apenaba dejar la huella gris de mis zapatos cubiertos de polvo, en ese piso enlosetado y chillante. Me salió al encuentro un olor a perfume. Su fragancia emanaba de las macetas de jazmín, que las había por todo lado.

La calidez del ambiente, permitió que tuviéramos una sabrosa conversación con mis primas. Me sentía colmado de atenciones, empezando por Pulguita que fue la primera que me hizo entrar a la casita de tejas verdes.

-Disculpa la pobreza, hijito. Mira, aquí llegan tus primas. -Salieron en fila india, por orden de tamaño, de un pequeño cuarto, separado por una cortina blanca-.

Mis mejillas recibieron el cálido y tierno saludo de Katita, Sophy, Jet y Pelusa. Le siguió Selena, alta, piel de algodón, altiva y risueña, como sus hermanas. Todas tenían el mismo corte de cara, ovalada y colmada de pequitas marrones.

Mis visitas se hicieron frecuentes los fines de semana. Ellas eran lo más cercano que tenía en la familia. Yo, a su vez, era como el hermano mayor, siempre dispuesto a ir con ellas al cine, y a las fiestas que celebraban mis amigos en La Molina.

Selena era de mi edad. Tenía la costumbre de llamar por teléfono, antes de venir a mi casa. Lo primero que hacía era preguntar:

-Qué tal primo, -luego de una pausa, y un largo suspiro- qué tenemos para hoy?. Estamos aquí, mosqueándonos en casa.

-Hoy habrá un festival en Miraflores. En el parque Kennedy se presentan los We all Together, con Carlitos Guerrero a la cabeza. Si gustas, vengan a mi casa para ir juntos, las espero dentro de una hora.

-Bien, llevaré a Katita. La muy revejida no quiere quedarse en casa, le vino una pataleta cuando supo que nos vamos a divertir. No se pierde ni una, un poco más y se pone mis vestidos y se embadurna la cara con mi maquillaje.

Le dije a Lucero, mi hermana mayor, que me ayudara a cambiar el aspecto de mis primas. Daba pena verlas sin estilo, con vestimenta nada atractiva. Parecían pollitos remojados.

-Lucero, elige los mejores vestidos para que las primas tengan un toque de sobria elegancia. Pinta sus caritas de maquillaje que cubran sus pecas y realcen lo mejor que tienen: la sonrisa. Si lo logras, prometo comprarte la última Vanidades que tanto te gusta.

Eso sí, tuve el coraje de decirles, sin darle mucha vuelta al tema, que se deshagan de los trapillos que tenían puesto, que se dejaran llevar por los consejos de Lucero, quien era una experta en modas.

Las convencí para que cambiaran de aspecto. En el fondo, lo hacía más por mi, que por ellas. Quería evitar cualquier incómodo, en caso me llegara a encontrar con alguien de la universidad o del barrio. Si eso llegara a suceder, sería un hombre muerto. Se burlarian de mí, haciéndome la chacota. Esa es la huachafería limeña de la que no puedo escapar y lamento aceptarlo. Tener que aparentar en mostrar el lado bueno de mi vida, ocultando lo verdadero y real.

Felizmente, mis primas nunca me hicieron quedar mal ante los ojos de mis amigos pitucos.

Quién iba a pensar que con el transcurso del tiempo, el futuro de las chicas daría una vuelta completa. A tío Apolo se le ocurrió una brillante idea para salir de la pobreza. Hizo el sacrificio de dejar a su familia para buscar un mejor porvenir laboral, en el país del norte. Hizo de tripas corazón, atravesó cielo, mar y tierra, hasta que sus pasos lo pusieron en suelo americano.

Después del día del padre, mi tío pisó los Estados Unidos. Se sacó el ancho para juntar dinero, trabajando como un peón, más de 14 horas diarias. Era realmente admirable todo el sacrificio que mi tío desplegó con persistencia, por sacar adelante a su numerosa familia.

Luego de ocho años de espera, mi tía y mis primas viajaron a su nuevo hogar, junto a tío Apolo. Ese día nos despedimos, sin que yo pudiera contener la profunda tristeza de verlas partir. Me dejaron un forado humeante en mi corazón que tardó mucho tiempo en disipar. Mi infancia y adolescencia está pintada de aquellos memorables recuerdos que viví con ellas.

Pasaron décadas e inevitablemente, perdimos comunicación. Recuerden que en ese tiempo no existía el internet, todo era muy lento. La distancia y el largo discurrir de los años se encargaron de que me olvidara de ellas. Otras preocupaciones ocupaban mi mente como eran mi esposa y mi pequeña Lali.

El tiempo me alargó su mano, permitiendo me pasara algo inesperado, casi al cumplir mis cuarenta primaveras. Recibí una citación de los profesores de Lali, para darme la noticia que mi hija era la ganadora de una beca de estudios, otorgada por una institución extranjera. El día que fui al colegio para recibir la credencial, me encontré con sus profesores Pablo y Corina. El día que los vi en persona, fue muy grato saber que eran los amigos de infancia que jugaron con Las Chifladitas y también conmigo.

Ellos habían visitado a mis primas en Washington, las veces en que la escuela los enviaba para organizar los eventos de las becas.

-¿Y cómo están mis primas?.

Con cara iluminada, Corina me aseguró que estaban mejor de lo que suponía.

-Cada una tiene su carro, su casa, no les falta nada. Selena es la que más destaca, está involucrada con la actuación, se codea con los artistas de Hollywood. Tal vez nos dé una sorpresa, en su próxima actuación con Eva Mendez.

-¿Y qué es de las demás?

- Sophy, Jet y Pelusa, trabajan como jefas de departamento de venta en diferentes galerías. En cuanto a Katita, la revejida esa, ¿te acuerdas?, se quedó soltera, o más bien solterona, hasta el día de hoy. Aún mantienen la costumbre de estar juntas, alrededor de tus tíos, solo que ahora los esposos se han integrado al grupo. Ya te puedes imaginar, ¡son una tribu familiar!.

-Espero verlas pronto.

-Tu deseo puede ser realidad en dos semanas, eso depende de ti. Te recuerdo que el premio de Lali se lo dio la universidad de Washington. Es una oportunidad para que viajes a recogerlo. Lali, ahora, es una celebración.

Viajé para recoger el premio de Lali. Llegamos a la ciudad capital el día en que cumplí mis cuarenta años. El primer encuentro con mis primas, fue cuando visité la casa de sus padres. Antes de dar el primer paso, recordé con nostalgia que hace muchos años, siendo un adolescente, hice lo mismo al llegar al cerro El Picudo, agotado y sacando la lengua, guiado por Pulguita.

Fue muy grato volver a verlas. Una capa envuelta de ternura nos volvió a unir como en los viejos tiempos. Con el discurrir de los días, reparé que la vieja costumbre de andar juntas, seguía todavía, muy arraigada en ellas. Nada las había hecho cambiar, mucho menos el matrimonio, ni vivir en otro país. Los esposos se sumaron a integrar semejante tribu familiar, adaptándose a las costumbres algo especiales de mis primas.

Selena no perdía su donaire de lideresa. A diferencia de sus hermanas, era centrada, sabía lo que quería, por algo había escalado tan alto. Sus dones los cultivó, tal vez, por su intenso trato social. Katita, Sophy, Jet y Pelusa, en cambio, estaban a mucha distancia de alcanzar alguno de sus atributos. Ellas actuaban por inercia, atraídas por el vértigo de la luz que irradiaba Selena.

Mi sorpresa fue mayor cuando Corina, nuestra amiga en común, me dijo, con gracia,

-Cada una interviene en la vida de la otra. Que no te sorprenda si ves a una, bajando el dedo pulgar, contra el que tenga la desfachatez de oponerse a las reglas de la tribu familiar. Hay, mi amigo, !se armaría la de San Quintín!.

Selena y Pelusa, justamente las mayores, fueron las únicas que lograron casarse. Sus esposos estaban realmente pintados en la pared. No tenían voz ni voto.

-Nadie tiene que meterse en nuestras decisiones -decían mis primas-.

Mientras estuve en Washington, me preguntaba una y otra vez, de qué vale haber mejorado el estilo de vida, gozando de tan visible bienestar, si ellas no podían decidir sus propios destinos. !qué chifladura es esa!.

Por esos días, quedé en una pieza cuando Sophy recibió como respuesta, un no rotundo para casarse con Joselito, su amor escondido de toda la vida. Apenas escuchó el fallo, inclinó su cabeza sin protestar y no volvió a ver más a su amor de juventud. Quedé consternado de que pasara algo así, en un país liberal como este.

Cualquier intento de rebeldía, se castigaba con el aislamiento familiar. Podía durar semanas o meses, según la gravedad.

Mi admiración inicial por ellas se fue diluyendo cuanto más conocía esta etapa de sus vidas. Me resultaba imposible admitir en estos tiempos, el sectarismo que imperaba en la vida de mis queridas primas. Definitivamente, no eran las tiernas criaturas que yo conocí. ¡Eran otras!. Me apenaba saber lo que estaba ocurriendo en la familia Vivaldi.

La situación se hizo insoportable para Katita y Sophie, por la frustración que tenían acumulada durante décadas, al no poder tener una pareja, sin contar con el previo visto bueno de las mayores.

-Sophie, ¿hasta cuándo vamos a vivir así?, ya paso de los 35 y todos mis novios se han ido espantados, por la vida tan peculiar que nos ha tocado vivir en nuestra familia, -era el quejido que Katita lanzaba hacia su alicaída hermana. En realidad ambas estaban tan decaídas, que parecían dos flores a punto de secarse.

-Ah pero esto no se queda así, querida. Algo tengo que hacer, -se quejaba Katita, mientras cerraba con fuerza y rabia, la tapa de su maquillaje.

El día de Acción de Gracias, fuimos a celebrarlo a casa de los tíos. Estuvo la familia en pleno. Yo me anime a ir con mi esposa y Lali. Era nuestra última noche en Washington, ocasión para gozar de una cálida vivencia familiar, antes de tomar el avión de regreso a casa.

Minutos previos a pasar a los jardines para servirnos del banquete, expuesto sobre un fino mantel de lino azul, Katita alzó su copa de vino, tintineando diez veces con un tenedor, para poder atraer nuestras miradas. Mientras todos se acercaban con expectativa para escucharla, fue visible el temblor de sus labios. A pesar de la luz intensa que los farolitos de la sala irradiaban, sus ojos estaban más iluminados que nunca, parecian bolitas de fuego de varios colores. Giraban de una lado a otro, con una emoción contenida a punto de brincar.

De su cuerpo emanaba una nube de vapor. Ingirió un trago de agua y lanzó al aire :

!Gracias por ser parte de esta condenada familia!. Gracias padres, gracias hermanas, hijas de la frustración, pecadoras del infortunio, gracias por haberme amarrado a sus cadenas de lodo, manipulando mi vida. Me privaron de haberme casado, ya tendría hijos retozando en torno mío, al igual como mis hermanas mayores tienen los suyos. Les agradezco por intentar opacarme como un carbón y apagarme hasta quedarme sin luz propia. Se fueron los mejores años de mi vida, pero ahora todo cambió. Estoy iluminada, estoy despojada de toda presión. !He resucitado para mirar con claridad lo equivocada que estuve al ser parte de esta tribu familiar!.

A partir de hoy, volaré con mis propias alas, no dejaré que nadie toque ni asome sus manos, para tomar el timón de mi existencia. Suficiente con el tiempo en que lo hicieron, forzándome a lo que soy ahora, una solterona infeliz.

Arrojó con delicia su copa sobre el tapiz que tenía el escudo de la familia Vivaldi y salió de ese lugar, con la quijada en alto, espigada como un ángel altivo, y a paso de galope, llegó a decir a sus hermanas que la miraban con asombro: !Adiós, Chifladitas!



Texto agregado el 13-02-2024, y leído por 60 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-02-2024 Eso es lo malo de las familias disfuncionales. Ya ni llorar es bueno. Odette
13-02-2024 Más vale tarde que nunca. Solía pasar en algunas familias. TETE
 
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