| Recuerdo que me lo pidió en una misa dominical. Y, de hecho, la seguí cuando iba rumbo a su casa. Situada a dos cuadras y un cuarto de la iglesia. Y subimos, élla al frente, por una corta  escalinata de dos tramos angulares. Entonces sé detuvo frente a la entrada al segundo nivel del edificio. Usó su llave y una puerta azul generó un chirrido al girar en torno a  su ajustado eje.
 Pero durante el camino al departamento, élla me confesó la molestia que le causaba la negatividad del marido a acompañarla a las liturgias. Qué pensó era un asunto corregible, con que yo le hablara de mi hábito de  hacerlo. Y mientras  la  escuchaba,  pensaba en que para ella eso era un pan comido. Porque le parecía tan fácil, que    sonreía,   imaginando que él caería con mis   argumentos.
 
 Sin embargo, ya  dentro de su casa, un pasillo corto y rectilíneo me  anticipó las formas de los espacios  interiores: dos puertas laterales izquierdas, otra del lado derecho y al final un pedazo del sillón que me insinuaba su sala de estar. Y todavía sin haber dado el primer paso, adiviné que las dos entradas del lado frente a mi, correspondían al baño y a la cocina, respectivamente.
 
 En cambio, a mi derecha y a unos cinco pasos, una puerta entrejunta me dejó ver un lecho ocupado por un hombre maduro y una joven mujer. Ambos arropados con la misma sábana. Y qué  nuestras pisadas les obligaron a voltear los  rostros    que enfocaban al televisor adherido al  seto más cercano a  sus pies. ¡Mira---me soltó la mujer---el padre y la hija arropaditos!
 
 Lo que no evitó que  la siguiera en su avance hacia el saloncito. Dónde después de halar una vieja mecedora, me conminó a ocuparla. Luego de lo cual y por el olor de un jamón que sé tostaba, más el estruendo de una licuadora, percibí que estaba en la cocina. Hasta que oí el rodaje de  una mesita en movimiento.  Portando lo detectado antes por mi olfato: un sándwich y el  batido de leche con jugo de naranjas.
 
 Que puso frente a mi, dejándome primero una orden: ‘vés comiéndote éso en lo que traigo a Emilio’. Orden que  forzó mi conjetura:  “me trae para que le inculque a su marido el hábito de ir a la iglesia.  Un hombre qué aún no sé ha levantado. Y quién,  por supuesto, estaba en ayunas. Pero que disfrutaba   la compañía de una de sus  hijas”.  ¡Para cortar la tierna y poco común escena qué interrumpimos al entrar!
 
 Entonces la enfrenté: ¡Oye---le pregunté---¿Dónde está el almuerzo suyo? A lo que élla sin mirarme contestó: ¡Sí él lo quiere qué lo prepare! Y la frase, seguida de un tenso silencio, fue el preludio del fin del junte.
 
 
 Nota: Tres  meses después, la hija de ambos(a sus veinte y dos años) falleció de una extraña  condición de salud.
 
 
 
 
 
 |