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El Lucho

Salía en mi moto puntualmente, minutos antes de las siete de la mañana, y me detenía frente a su casa. Lo esperaba con el motor en marcha. Después de dos minutos lo apagaba para que no se recalentara. Entonces comenzaba a tocar la bocina sin pausa.

Al cabo de un rato, aparecía él: Luis. Despeinado, con cara de resucitado y un pedazo de pan colgándole de la boca. Se calzaba el casco con parsimonia, como quien no tiene prisa alguna, como si la universidad —y el mundo entero— pudieran esperar.

Nunca le dije “Lucho”. Ese apodo, usado por su madre y el vecindario entero, me parecía una ofensa estética. Sonaba a mochila con los cierres malo y a uñas negras de mugre.

De nada servía mi puntualidad si cada mañana se desmoronaba ante su falta de urgencia. A los pocos días ya me cuestionaba si acaso valía la pena haber inscrito los cursos a primera hora. ¿Estaba condenado a llegar tarde por culpa de un acuerdo estúpido sellado en la buena fe? Nos habíamos comprometido: él prometía madrugar y yo lo acarreaba en moto a cambio. Por supuesto, yo cumplí. Incluso compré un casco extra. Qué iluso.

Había llegado al barrio apenas dos años antes. Primero conocí a Luis, que vivía a cuatro casas. Luego al resto del enjambre juvenil que pululaba por las veredas como hormigas desorientadas. Coincidimos en la misma universidad y, por ende, pasábamos más tiempo junto. Charlábamos sobre cálculo y otras pequeñas torturas. En segundo año sellamos el pacto: cursaríamos las asignaturas más temprano. El a cambio de que yo lo llevara. Yo, por supuesto, acepté. ¿Cómo no? Ya éramos "amigos". Socios. O eso creía.

Pero había algo que no me cuadraba. Cada vez que salía con cara de sueño, comiendo su pan, no parecía importarle llegar tarde. Se reía cuando lo apuraba. Incluso, en el camino, me pedía que manejara más despacio, que encontraba que yo era muy temerario al conducir. Cuando llegábamos al campus, él aún tenía el descaro de pedirme que lo dejara justo frente al edificio donde tenía clases, obligándome a desviarme antes de ir al estacionamiento de motos.

Resultado: si él llegaba tarde, yo llegaba el doble de tarde. Todo mal.

Y lo peor es que luego vino el rumor.

Su madre —la señora protectora del "ingeniero"— comenzó a repetir por el barrio que yo lo despertaba de forma salvaje, casi criminal, a plena madrugada. Que lo hostigaba con bocinazos estridentes mientras su “Luchito” dormía, exhausto de tanto estudiar. Que yo, un joven sin destino, perturbaba al futuro de la patria. Y lo peor es que esa versión se propagó. Las otras madres repetían el cuento y mis supuestos amigos lo creían. Yo, el acosador matutino. Él, la pobre víctima del ruido.

A veces Luis me pedía, con voz de mártir: “No toques tanto la bocina... si no soy sordo”. Qué generoso.

Todo empeoró la noche de la Renoleta.

El golpe final fue una noche de viernes. Salimos varios en mi Renoleta antigua a una fiesta en otro barrio. Como siempre, me comprometí a llevarlos de vuelta. Me insistieron en que, de madrugada, si no los traía, tendrían que caminar hasta la avenida porque a esa hora ya no pasaban buses. En la previa, hicimos la típica colecta para comprar el trago más barato. Lucho, como siempre, no puso ningún peso. “La vida universitaria era cara”, decía. Y yo, que para ellos no era universitario, ponía mi cuota, el auto y la bencina. Todo muy turbio.

Al regreso, ya de madrugada, pinché una rueda. Nos bajamos y empecé el ritual del cambio. Al principio dos me ayudaban. Pero Lucho, sin ningún escrúpulo, dijo que iría a la bomba de bencina que se veía a unas cuadras a comprar cigarrillos. Lo que no esperaba era que los otros tres, como corderitos, lo siguieran sin chistar.

Terminé cambiando la rueda solo. Y con la dignidad que sólo los traicionados conocen, me subí a la Renoleta y me fui. Nunca supe cómo se las arreglaron para volver. Y no me importó. Si caminaron, tomaron un taxi, o lograron llegar en bus. Nunca dijeron nada.

Lo que sí noté fue que, desde entonces, la mamá de Lucho se encargó de repetir a las otras mamás que por fin yo ya no lo molestaba en las mañanas. Supuse que Luis nunca explicó el verdadero motivo. Tampoco le dijo a su mamá por qué ahora debía levantarse una hora antes.

Aun así, seguimos viéndonos. Jugábamos a la pelota, salíamos de vez en cuando. Terminamos la universidad. Cada uno tomó su camino. Supongo que algunos afectos se enfrían por costumbre. Y otros... otros sólo existieron en mi imaginación.

Texto agregado el 06-06-2024, y leído por 121 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-06-2024 Iba muy bien el cuento, levantando gradualmente a los personajes en la subjetividad del lector, pero desencadenaste un final bastante blando. Trilobite
08-06-2024 Hechos de la vida que aunque pasen los años, no se olvidan, saludos. ome
 
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