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		| Cuando llegué a vivir en la capital mi acento generó un apodo: Cibao. Y los menos prudentes me endilgaron la mote de campesino. Algo que a mis veinte entró en  el lugar del cerebro que sé ocupa de la interpretación. Pero la situación creció con frases terribles: “Aquí sé firman los cheques, capital es capital y lo demás es monte y culebras y otras, aún más agresivas”.
 Hasta que una mañana sé despertó el duende que dentro de mi dormía. Y fue en el mercado más grande  de aquella gran ciudad. Y junto al puesto donde un agricultor de mi provincia le acababa de dejar a un revendedor un montón de plátanos. Y todo  frente a dos posibles clientes(otro y Yo). Y el dueño del puesto le dijo al otro comprador lo siguiente: ‘Aquí(en el distrito) tenemos lo mejor del país’. Pero --- añadí Yo--- qué esos productos venían de mi campo. Por lo que el oferente me cortó.  Diciendo qué para hacerlos dinero tenían  que traerlos a la capital. Entonces, volví a meter la cuchara con una pregunta ‘tonta’: ¿Pero para dónde sé van las carteras?
 
 Y aquella mañana, después del largo silencio del platanero, dejé de coger cuerda con el tema. Aunque también influyó  el híbrido de la ciudadanía capitaleña y la pequeñez geográfica de nuestra nación. Cómo el  observar otras naciones con tantas variantes  de nuestro castellano. Y todas derivadas de una misma lengua madre: el latín.
 
 Pero, sobre todo, porque  el planeta completo(por millones de  años) ha sido un campo. ¡Y las anormales podrían ser las ciudades!
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Texto agregado el 03-07-2024, y leído por 121 
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