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Muy temprano entre la bruma, una silueta flaca recorría la avenida. Era Efraín. Rebuscaba en las canecas de basura los restos de comida que otros habían arrojado. Tenía más de treinta años y su enflaquecimiento era atroz.
Eran las 3:00 de la mañana. El pueblo estaba vacío y silencioso. Sus ojos rojos daban cuenta de la marihuana que había consumido, como todas las noches, Ahora tambaleaba rumbo al zanjón de La Muda, donde un cartón y una cobija hacían las veces de cama
Entonces escuchó el sonido de una moto. Efraín Giró, el rostro instintivamente y la luz lo cegó. Un hombre le apuntaba con un arma. No tuvo tiempo de gritar, El hombre en la moto lo apuntó sin titubeos. Un disparo y Efraín cayó.
El sicario bajó de la moto, lo arrastró y arrojó su cuerpo al caño, como si fuera un desecho más. La moto desapareció igual que había llegado sin testigos.
Minutos después, Margarita y Enrique cruzaban la avenida apurados. Ella trabajaba en una panadería; él, en una bodega cercana. Vivían juntos en una habitación de inquilinato.
—¿Oíste eso? —dijo ella, deteniéndose de golpe.
—Parece un lamento —respondió él.
Siguieron el sonido hasta el borde del caño. Allí vieron a Efraín, ensangrentado, respirando con dificultad. Enrique llamó a la policía. Margarita le sostuvo la mano, aunque él no parecía notarlo.
Los policías llegaron en minutos, levantaron el cuerpo con cierta prisa y lo llevaron al hospital. No había papeles, ni familia. Solo un nombre murmurado: “Efraín…”
Los médicos hicieron lo que pudieron. Lo estabilizaron, lo operaron. Luego, entró en coma. Treinta y seis días pasó suspendido entre la vida y la muerte. Nadie lo visitaba.
Una mañana, abrió los ojos.
—Uy, parce… ¿Dónde estoy? —balbuceó, confundido.
—En el hospital —respondió una enfermera —. Pronto le darán salida.
Dos días después, el parte médico fue claro: estaba recuperado, aunque debía seguir tratamiento. Pero no había a dónde enviarlo ni con quién dejarlo. Así que lo dejaron ir.
Efraín salió con una bolsa plástica donde guardaba los pantalones manchados del día del disparo, un suéter gris donado por una auxiliar de enfermería. Lo primero que quiso fue un porro. Algo que le recordara quién había sido, o quién era todavía.
Al voltear la esquina del hospital, su corazón, se detuvo sin aviso. Cayó de rodillas, luego de espaldas. Nadie corrió a socorrerlo. Nadie gritó su nombre. Su cuerpo fue llevado a la morgue. Nadie lo reclamó.
Lo enterraron como Efraín X, en una fosa común, junto a otros olvidados.



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Texto agregado el 03-09-2024, y leído por 86 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-09-2024 Es lo que está pasando en todos los países de Latinoameríca, triste, pero cierto. saludos y estrellas. nelsonmore
03-09-2024 Estás escribiendo la cruda realidad actual, cada día mueren más personas por la maldita droga y como no hay a quien culpar los culpamos a ellos, a esos desgraciados que la consumen, saludos. ome
 
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