EL CURANDERO Y LA NUBE GRIS.
Salí muy temprano. Llevé a un amigo al lugar donde reside un hombre ciego que posee un conocimiento profundo de muchas verdades.
Llamé a la puerta del curandero invidente y él la abrió casi al instante, como si hubiera anticipado mi llegada. Sus ojos de un blanco lechoso contrastaban con la oscuridad solemne de su vestimenta.
"¡Pasen, hermanos de Luz!", nos recibió con una voz sorprendentemente jovial.
Descendimos del auto y entramos a su cuarto, un espacio cargado de una atmósfera peculiar, casi mágica. En una de las paredes, una fotografía de su esposa sonreía con una alegría que, bajo la luz tenue, parecía inquietantemente intensa.
Nos contó que su esposa había fallecido en paz y que mantenía conversaciones con ella al concluir cada una de sus sesiones. Mi amigo y yo intercambiamos miradas, titubeando por un instante sobre la conveniencia de quedarnos.
El curandero se giró hacia mi amigo. "Veo una sombra en tu rostro", dijo con una seriedad repentina. "Por favor, acompáñenme a mi altar para intentar discernir su origen, pues no es una señal auspiciosa".
Recordando las acertadas predicciones que ya había experimentado, no dudé en tranquilizar a mi amigo. "Pasa", le dije, "y no des demasiada importancia a lo que te diga. Observa solo los resultados".
Mi amigo, de naturaleza escéptica ante lo inexplicable, confió en mis palabras y siguió al curandero. Luego, la puerta de una habitación contigua se cerró tras ellos, dejándome solo en aquel cuarto húmedo y sombrío. La única presencia palpable era la imagen de la esposa del curandero, cuya sonrisa parecía observarme fijamente. Tomé un libro de Margaret Atwood y me sumergí en su lectura. Sin darme cuenta, el sueño me invadió.
Tuve una visión extraña. Ante mis ojos, una montaña de cal crecía sin cesar, elevándose hacia un cielo donde una inmensa nube gris se cernía amenazante. Lentamente, comprendí que no era una montaña, sino una torre, imponente como la de Babel. Tenía numerosas ventanas y un camino serpenteado de arena brillante que invitaba a ascender. Observé con atención y descubrí que de cada ventana emergían rostros de personas que contemplaban la enorme nube gris. De repente, un viento poderoso, casi un tornado, envolvió la torre entera. Vi con horror cómo cada ser era succionado hacia la nube. Escuché gritos desgarradores mientras la torre giraba cada vez más rápido, hasta que fue completamente absorbida, desintegrándose como arena fina. Solo quedó la nada. Intenté desentrañar el significado de aquel sueño perturbador cuando mi amigo me despertó.
"Vámonos", me apremió con un tono que denotaba una mezcla de alivio y aprensión.
"¿Te has curado?", pregunté con curiosidad.
"Mañana lo sabré... Ahora me duele hasta la punta de los dedos".
En ese momento, el curandero salió y me llamó aparte. "Tu amigo no desea sanar. Solo vio una nube gris", me dijo con una expresión enigmática.
"Mañana será otro día", respondí, tratando de comprender sus palabras.
"Sí", asintió él, con una resignación palpable.
Nos despedimos y, antes de cruzar el umbral, mi mirada se posó una última vez en el retrato de su esposa. Esta vez, su sonrisa me pareció una despedida definitiva. Y mientras pensaba en la nube gris, una certeza se instaló en mi mente: mañana, sin duda, sería otro día. |