Después de la muerte de mamá, comencé a ver sus ojos en cada acto de bondad. En la panadera que me regalaba una galleta extra, en el anciano que me cedía su asiento en el bus, incluso en el perro callejero que me seguía con mirada paciente. Eran sus ojos: estrechos, brillantes, con ese destello de quien sabe que la vida duele, pero insiste. Mis hermanos jamás lo entendieron. Para ellos, el mundo era una lista de transacciones, no un espejo de miradas prestadas.
La noche del funeral, mientras mis hermanos discutían en la cocina sobre quién se quedaría con el reloj de oro de papá, yo salí al jardín. Bajo la luna llena, vi a Relámpago, mi caballo, pateando el suelo con impaciencia. Monté sin silla y galopé hasta el bosque. Entre los árboles, el aire olía a tierra húmeda y a algo más: a ella.
—¿Ves? —susurró su voz en el viento—. Ellos temen morir como tu padre: pobres y olvidados. Tú temes vivir como él: sin domar tus caballos.
Al regresar, mis hermanos ya se habían ido. Solo quedaba el reloj, roto en el suelo.
Esa noche soñé con los caballos. No eran metáforas, sino fantasías literales de mi mente intentando sanar:
Sueño 1:
Mamá cabalgaba un corcel blanco hacia un río. Yo intentaba seguirla, pero mi caballo negro se negaba.
—¡Es tu miedo! —gritó ella—. ¡No lo montes, guíalo!
Desperté con el sabor del río en la boca.
Sueño 2:
Mis hermanos y yo éramos potros en un establo. Mamá, con sus ojos de fiera amorosa, nos soltaba uno a uno.
—Corran —ordenó—. Pero no olviden que el establo siempre estará aquí.
Nos reunimos cada mes en un café del centro. Mis hermanos llegaban con trajes caros y sonrisas baratas.
—¿Viste que Carlos compró un yate? —decía el mayor, mordisqueando un croissant—. Gasta como si el cáncer no fuera a tocarlo.
—Y Luisa se unió a esa secta de meditación —añadía el menor—. Paga fortunas por encontrar "paz interior".
Yo callaba, observando sus ojos. Buscaban a mamá en cheques y mantras, no en el silencio que ella ahora habitaba.
—¿Y tú? —me preguntaban—. ¿Sigues perdiendo el tiempo con caballos?
Asentía. No entendían que Relámpago era el único que no hablaba de herencias.
Una tarde, mientras ensillaba a Relámpago, una niña se acercó. Tenía los ojos de mamá.
—¿Me dejas tocarlo? —pidió.
Asentí. Acarició el lomo del caballo, y por un instante, sentí que mamá nos observaba desde el pliegue del tiempo.
Esa noche, soñé que mis hermanos y yo éramos pájaros. Volábamos en círculos sobre la casa vacía, graznando palabras que el viento convertía en canto.
Al despertar, supe que el cordón umbilical se había roto. Éramos libres, aunque no supiéramos volar.
Nota de Autor:
Este relato no habla de una madre, sino de las grietas que deja su ausencia y cómo cada hijo las rellena con lo que tiene: dinero, fe, animales, silencio. Los caballos no son sueños, sino huellas de lo que galopa bajo la piel cuando el miedo nos obliga a elegir entre correr o quedarnos. Y los ojos de la madre en los extraños son recordatorios de que, al final, todos buscamos lo mismo: un reflejo de amor en un mundo que nos enseña a desconfiar. |