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Atoj Senqa, así lo conocían, aunque no era su nombre real. Casi nadie sabía su verdadera identidad y a él le complacía ese misterio. Caminó hacia su oficina y contempló el letrero recién instalado en la puerta: "Investigaciones Atoj Senqa - Cerrado por jubilación a partir del 11 de abril". Suspiró profundamente mientras giraba la llave en la cerradura. Treinta años de casos, persecuciones y vigilancias bajo la lluvia habían dejado huella en su cuerpo. Las rodillas le dolían al subir escaleras, sus ojos ya no distinguían detalles a distancia, y su paciencia se había erosionado con el transcurrir del tiempo. Además, aquella extraordinaria capacidad para resolver problemas, muchas veces de manera intuitiva —aunque a él le encantaba denominarla "deducción lógica"— comenzaba a fallarle; ya no era infalible, y eso lo atormentaba.

La noticia de su retiro se había propagado velozmente entre sus clientes habituales. Durante las últimas semanas, su teléfono no cesaba de sonar. Antiguos clientes lo llamaban para felicitarlo, abogados con los que había colaborado le preguntaban si podía aceptar "un último caso" antes de su retiro. Atoj Senqa había rechazado todas las propuestas. Estaba decidido: el 11 de abril sería su último día como detective privado.

Se acomodó en su viejo sillón de cuero, desgastado por los años, y observó la oficina a su alrededor. Las paredes descoloridas repletas de diplomas y certificaciones, el archivador metálico que guardaba expedientes de casos que ya nadie recordaba, la máquina de café que llevaba funcionando más tiempo que muchos de sus clientes. Todo quedaría atrás. "Esto ya no es una oficina", se lamentó internamente, "es un mausoleo de mal gusto".

El timbre de la puerta interrumpió sus pensamientos. Atoj Senqa miró su reloj: las 9:15 de la mañana. No esperaba a nadie.

—Está cerrado —gritó sin levantarse.

El timbre volvió a sonar, esta vez con mayor insistencia. Atoj Senqa refunfuñó mientras se incorporaba. Al abrir la puerta, se encontró con una joven menuda, de aspecto tan inocente que parecía una adolescente, aunque vestía formalmente con un traje de chaqueta gris que le quedaba ligeramente grande. Notó una marca diminuta en la solapa, "Machu Layqa", que le fue difícil distinguir, lo que le arrancó una sonrisa. Qué nombre más curioso para una marca, pensó. La joven poseía una piel de porcelana color canela, pequeños ojos rasgados de color almíbar y cabello azabache extremadamente lacio.

—¿Investigaciones Atoj Senqa? —preguntó con una voz suave pero decidida.

—Sí, pero como puede ver en el letrero, estoy cerrando el negocio. Me jubilo la semana próxima.

La joven lo miró con sus ojitos brillantes, al borde de las lágrimas.

—Por favor, señor. Necesito su ayuda. Mi esposo ha desaparecido hace tres días.

Atoj Senqa apretó los labios. Había escuchado esta frase cientos de veces durante su carrera.

—Señorita, lo lamento mucho, pero ya no acepto casos nuevos. Hay otros detectives en la ciudad que...

—Señora —le corrigió ella—. Me llamo Elena Valverde, tengo 24 años, aunque no lo parezca —añadió con un deje apagado—. Y todos me han dicho que usted es el mejor. Por favor, es mi último recurso.

Atoj Senqa dudó. La chica parecía genuinamente angustiada, y algo en su mirada le recordó a su propia hija cuando enfrentaba problemas.

—Pase cinco minutos. La escucharé y luego le recomendaré a alguien competente.

Elena entró en la oficina y se sentó frente al escritorio de Atoj Senqa. Extrajo de su bolso una fotografía y la colocó sobre la mesa.

—Este es Javier, mi esposo. Tiene 41 años, es profesor de historia en la universidad. Llevamos casados ocho meses. Hace tres días salió a trabajar y no ha regresado. Su teléfono está apagado, no ha ido a dar clases, y nadie sabe nada de él.

Atoj Senqa examinó la fotografía. Un hombre de mediana edad, cabello entrecano y mirada inteligente, sonreía junto a Elena. Parecían felices, aunque resultaba evidente la diferencia de edad. Y algo más que no podía definir con precisión.

—¿Han tenido problemas últimamente? ¿Discusiones?

—No. Todo marchaba bien. —Elena bajó la mirada—. Al menos eso creía yo.

Atoj Senqa sabía reconocer cuando alguien ocultaba información, y esa muchachita rebosaba secretos.

—Señora Valverde, si quiere que la ayude, necesito conocer toda la verdad.

Ella suspiró.

—Últimamente estaba... distante. Desde hace unas semanas. Le pregunté varias veces qué le sucedía, pero siempre respondía que era el estrés del trabajo. La noche antes de desaparecer, lo escuché hablar por teléfono en voz baja. Cuando le pregunté con quién conversaba, se puso nervioso y dijo que era un colega.

Atoj Senqa tomó algunas notas en su libreta; nunca antes había necesitado anotar, su cerebro siempre registraba todo lo importante, pero últimamente olvidaba datos cruciales, uno de los motivos por los que había decidido retirarse. Contra su mejor juicio, comenzaba a interesarse en el caso.

—¿Ha revisado sus cuentas bancarias? ¿Hay retiros recientes?

—Sacó mucho dinero hace dos días. Nunca retira tanto efectivo.

Atoj Senqa asintió. Un patrón clásico de fuga.

—Señora Valverde, seré sincero. Por lo que me cuenta, su esposo probablemente no ha desaparecido. Se ha marchado por voluntad propia.

Elena se mordió el labio.

—Lo sé. Pero necesito entender por qué y dónde está. Si hay... otra mujer, quiero saberlo. Necesito escucharlo de él, no quedarme con la incertidumbre toda la vida.
Atoj Senqa miró el calendario en la pared. Faltaban seis días para su retiro oficial. Tiempo suficiente para un caso aparentemente sencillo como este. Más que la desaparición, le intrigaba desentrañar los misterios de esa enigmática joven.

—Está bien. Acepto el caso. Será el último de mi carrera.


Tres días después, Atoj Senqa permanecía sentado en su coche frente a un modesto hotel en las afueras de la ciudad. La investigación había avanzado rápidamente. Las tarjetas de crédito de Javier habían dejado un rastro fácil de seguir: primero, la compra de un billete de autobús a un destino cercano; luego, una serie de gastos en restaurantes y tiendas; y finalmente, el registro en este hotel dos noches atrás. "Un aficionado", pensó.

Atoj Senqa no había informado aún a Elena. Quería confirmar que Javier estaba allí y, si era posible, averiguar el motivo de su huida. Había presenciado demasiados matrimonios destrozados por infidelidades como para no sospechar lo evidente.

Después de dos horas de vigilancia, lo vio salir. Javier caminaba solo, con aspecto demacrado y preocupado. Atoj Senqa lo siguió discretamente hasta un pequeño café donde el hombre se acomodó en una mesa apartada. El detective esperó unos minutos y luego entró, dirigiéndose directamente hacia él.

—Señor Valverde, soy detective privado. Su esposa me ha contratado para encontrarlo.

Javier palideció instantáneamente.

—Por favor, siéntese —le invitó—. No estoy aquí para juzgarlo, solo para comprender lo ocurrido.

Javier miró nerviosamente a su alrededor.

—¿Elena está aquí?

—No. Todavía no le he comunicado que lo he localizado.
El hombre exhaló un suspiro de alivio.

—No puedo volver con ella. No después de lo que descubrí.

Atoj Senqa arqueó una ceja.

—¿De qué está hablando?

Javier se inclinó hacia adelante, bajando la voz.

—¿Cuántos años cree que tiene Elena?

La pregunta sorprendió a Atoj Senqa.

—Me dijo que 24.

Javier soltó una risa amarga.

—Eso es lo que me contó a mí también. Nos conocimos en la universidad, ella como estudiante de último año. Me enamoré de su inteligencia, de su madurez... a pesar de su apariencia juvenil.

—¿Y no tiene esa edad?

Javier extrajo de su bolsillo un sobre y se lo entregó a Atoj Senqa.

—Hace un mes, encontré esto en un cajón mientras buscaba un cargador. Son documentos antiguos, algunos con más de 50 años.

Atoj Senqa abrió el sobre. Dentro había varias tarjetas de identificación y pasaportes, todos con la foto de Elena, pero con diferentes nombres y fechas de nacimiento. El más antiguo de 1972.

—No comprendo...

—Al principio yo tampoco —continuó Javier—. Pensé que eran falsificaciones, tal vez de algún familiar que se le parecía. Pero seguí investigando. Contraté a un investigador privado, como usted. —Javier hizo una pausa—. Descubrió que Elena Valverde falleció hace diez años. La mujer con la que me casé asumió su identidad.

Atoj Senqa examinó los documentos con incredulidad.

—¿Está sugiriendo que su esposa es algún tipo de... impostora? ¿Una estafadora?

—Es algo más extraño aún. —Javier sacó su teléfono y le mostró a Atoj Senqa varias fotografías—. Estas son imágenes que mi investigador encontró. La primera es de 1985, en un periódico local. La segunda de 1992. La tercera de 2005. Y esta última de hace tres años.

Atoj Senqa observó las fotografías con asombro. En todas aparecía una mujer idéntica a Elena, con el mismo aspecto juvenil, inmutable a través de décadas.

—Esto es imposible —murmuró.

—Eso pensé yo. Pero hay más. —Javier le mostró otro documento—. Este es un registro de matrimonio de 1980. Elena, o quien sea, casada con un hombre llamado Ricardo Méndez. Y este otro de 1996, con Alejandro Fuentes. Y otro en 2010, con Gabriel Montes. Todos hombres de mediana edad, como yo.

Atoj Senqa sentía que estaba inmerso en una novela de ciencia ficción.

—¿Qué ocurrió con esos hombres?

La expresión de Javier se ensombreció.

—Ricardo murió en un accidente de coche en 1988.
Alejandro desapareció en 2003, nunca encontraron su cuerpo. Gabriel falleció de un ataque al corazón en 2018, justo cuando cumplían ocho años de matrimonio.

Un escalofrío recorrió la espalda de Atoj Senqa. Había investigado cientos de casos, algunos incluso sórdidos, pero ninguno tan extraordinario como este.

—¿Y cuánto tiempo llevan ustedes casados?

—Ocho meses. —Javier respiró profundamente—. Hace dos semanas, empecé a sentirme extraño. Mareos, debilidad, pérdida de peso. El médico no encontró nada anormal. Pero una noche, desperté y la vi... en la cocina, añadiendo algo en mi té. Un polvo que extraía de un frasco pequeño. Al día siguiente, me sentía peor que nunca.

—¿Cree que lo estaba envenenando?

—No estoy seguro. Pero cuando conecté todos los indicios, el temor fue más intenso que la duda. Decidí marcharme sin decir nada, llevándome solo lo esencial y algo de dinero.

Atoj Senqa guardó silencio mientras procesaba toda esta información.

—Necesito reflexionar sobre esto —dijo finalmente—. Y usted debería considerar acudir a la policía.

—¿Con qué pruebas? ¿Documentos viejos y coincidencias? Me tomarían por demente. —Javier miró fijamente a Atoj Senqa—. Por favor, no le revele dónde estoy. Planeo irme lejos, cambiar completamente de identidad si es necesario.

Atoj Senqa asintió lentamente.

—No diré nada por ahora. Pero necesito investigar más esto por mi cuenta.

De regreso en su oficina, Atoj Senqa se sumergió en una investigación exhaustiva. Utilizando sus contactos en el registro civil y en la policía, confirmó varios de los datos proporcionados por Javier. Elena Valverde, la auténtica, había fallecido en un accidente de tráfico diez años atrás. Los matrimonios anteriores también eran verídicos, al igual que los destinos trágicos de los esposos.

Atoj Senqa se frotó los ojos fatigados. Su jubilación estaba a solo tres días de distancia, pero este caso lo había cautivado por completo. ¿Quién o qué era realmente la mujer que se hacía llamar Elena? ¿Una estafadora extraordinariamente hábil? ¿O algo más siniestro e inexplicable?

El timbre de la puerta lo sobresaltó. Al abrir, se encontró con Elena.

—Señor, han transcurrido casi seis días y no he tenido noticias suyas. ¿Ha encontrado a Javier?

Atoj Senqa la observó con una nueva perspectiva. Su aspecto juvenil, casi infantil, ahora le parecía inquietante en lugar de inocente.

—Pase, señora Valverde. Tenemos que conversar.
Una vez sentados, Atoj Senqa decidió adoptar un enfoque directo.

—He estado indagando a fondo. Su esposo no ha desaparecido. Se marchó voluntariamente.

El rostro de Elena reflejó tristeza, pero no sorpresa.

—Lo sospechaba. ¿Por qué? ¿Existe otra mujer?

—No. Huyó porque descubrió algo sobre usted. Algo relacionado con su pasado.

Los ojos de Elena se estrecharon aún más hasta casi desaparecer.

—No sé de qué habla.

Atoj Senqa colocó sobre la mesa los documentos que Javier le había entregado.

—Ricardo Méndez, Alejandro Fuentes, Gabriel Montes. Todos sus esposos. Todos muertos o desaparecidos.
El silencio que siguió fue denso, opresivo. Elena examinó los documentos sin inmutarse, luego elevó la vista hacia Atoj Senqa con una sonrisa extraña.

—Es usted excelente en su trabajo. Mejor que los anteriores detectives que he conocido.

Un escalofrío recorrió la espalda de Atoj Senqa. Un par de veces le habían apuntado directamente con un arma y una vez lo amenazaron con una botella rota, pero jamás había experimentado tanto temor.

—¿Quién es usted realmente? ¿O debería preguntar, qué es usted?

Elena ignoró la pregunta.

—¿Dónde está Javier?

—A salvo, lejos de usted.

—No por mucho tiempo. —La voz de Elena sonaba tranquila, casi dulce—. Siempre los encuentro. Siempre.
—¿Por qué? ¿Qué obtiene con esto?

Elena se reclinó en su asiento, estudiando al detective con una mirada penetrante que parecía mucho más antigua que su aparente juventud.

—La vida es un recurso valioso. Algunos la desperdician, otros la atesoran. Yo simplemente... la tomo prestada cuando la necesito —dijo en un susurro silbante.

Atoj Senqa sintió un nudo en el estómago.

—Los envenena. Lentamente. Y luego...

—Absorbo su esencia vital —completó ella con naturalidad—. Es un proceso delicado y complejo que aprendí hace muchísimo tiempo y he ido perfeccionando con los años y la práctica. Ocho años es normalmente el período óptimo, pero con Javier iba a ser más rápido. Me estoy... quedando sin reservas.

Atoj Senqa nunca había creído en lo sobrenatural; este tipo de creencias sin bases lógicas o pruebas irrefutables le parecían refugio de mentes simples o débiles. Sin embargo, lo que tenía frente a él desafiaba toda explicación racional.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Elena, inclinándose hacia adelante—. ¿Acudir a la policía? ¿Contarles que ha descubierto a una criatura centenaria que roba la vida de sus maridos? Lo encerrarían por demente.

Tenía razón, y Atoj Senqa lo sabía. Carecía de pruebas concretas de algún crimen, solo disponía de coincidencias y documentos antiguos que podían ser falsificaciones.
—No iré a la policía —afirmó finalmente—. Pero tampoco le revelaré dónde se encuentra Javier.

Elena sonrió de lado, esbozando una mueca casi depredadora.

—No importa. Lo encontraré tarde o temprano. Aunque parezca improbable, ya me ha proporcionado suficientes pistas para dar con él. Y después... —su mirada gélida recorrió el rostro surcado de Atoj Senqa— tal vez busque a alguien nuevo. Alguien con más experiencia, con sabiduría acumulada. El vigor vital cosechado durante décadas resulta... excepcionalmente delicioso.

Atoj Senqa sintió un escalofrío al comprender la amenaza velada.

—Mi última investigación —murmuró para sí mismo.

—¿Disculpe?

—Nada. —Atoj Senqa se incorporó—. Nuestra reunión ha concluido, señora Valverde. O como sea que realmente se llame.

Elena se levantó con gracia y se encaminó hacia la puerta.

—Ha sido un placer conocerlo. Una lástima que se jubile. Posee un don para este trabajo.

Cuando Elena partió, Atoj Senqa permaneció contemplando la puerta cerrada durante largo tiempo. Luego, con determinación, tomó su teléfono y marcó un número.

—¿Javier? Soy Atoj Senqa. Escuche atentamente. Debe irse más lejos. Cambiar completamente de identidad. Y nunca, jamás mirar atrás.

Las preguntas danzaban en su mente como mariposas de oscuro augurio. ¿Cuántas criaturas como Elena existirían en el mundo? ¿Cuántas almas inocentes sucumbirían a su hechizo? Mientras cerraba la oficina, Atoj Senqa se preguntó si alguna vez lograría desligarse de esta vida, cargando el peso de tan impactante revelación.

La idea de recuperar la juventud, de recobrar esos dones extraordinarios que lo habían convertido en el mejor de su profesión, lo embargaba de fascinación. Ya no poseía la habilidad de leer a las personas como si fueran libros abiertos; se sentía cada vez más viejo, más débil, menos extraordinario, parecido a una planta cuyas hojas se marchitan. De pronto, experimentó un intenso deseo de desentrañar todo cuanto rodeaba a aquella criatura, de descubrir su gloriosa fórmula de juventud. «¿Tal vez sea demasiado pronto para cerrar este caso?», pensó con entusiasmo, dibujando en su rostro una sonrisa cargada de malicia y ambición perversa.

Texto agregado el 02-05-2025, y leído por 41 visitantes. (1 voto)


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