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La ayudante de hierro

Ella era invisible. Nunca la escuché en los pasillos, nunca la vi en los cafés, y nunca supe si tenía amigos. Pero en los ramos de álgebra y cálculo, su presencia era imposible de ignorar. Llegaba puntual, se sentaba siempre al borde del aula, junto a las escaleras, y apenas sonaba el timbre, desaparecía. No hablaba con nadie. No estudiaba en grupo, no compartía apuntes, no respondía dudas. Solo importaban las notas. Y las suyas eran impecables.

Durante su primer año, ya había dejado su marca: impugnó correcciones de exámenes a varios ayudantes, y siempre tenía razón. Con argumentos sólidos, sin levantar la voz, lograba que se rectificaran errores que otros apenas notaban. La respetaban en silencio. Pero los ayudantes comenzaron a mirarla con recelo. No era de las suyas. Y eso bastaba para sospechar de ella.

En segundo año, postuló como ayudante y fue seleccionada por mérito académico. Sin contactos, sin favores. Y eso la convirtió en una amenaza para los demás. Porque en esa planta de ayudantes, lo habitual era entrar por conocidos, favores, por formar parte de la “familia”. Una mafia silenciosa: jerarquías, pactos tácitos, castigos sutiles para quien no se alineara. Y ella no solo no se alineaba. Ella corregía a los de arriba.

Ese segundo semestre de mi primer año, al final del curso de Cálculo I, estalló un escándalo: se supo que se filtraron los exámenes. No uno, todos. La facultad impuso una única prueba global para cerrar el semestre, con la posibilidad de repetirla en marzo, aunque con una ponderación bajísima. A mí me fue bien, o eso pensé, pero reprobé.

Cuando recibí mi cuadernillo, bastó una ojeada para notar los errores de corrección. Fui al departamento donde se atendían los reclamos. Tomé número y me senté en los sillones, tranquilo, seguro de que el asunto se resolvería. Solo entonces supe que la encargada de revisar mi caso era ella: la ayudante de hierro.

Mientras esperaba, los murmullos en la sala me hicieron dudar. Decían que si ella misma había corregido los exámenes, no cambiaría una sola coma. Que no admitía errores. Que nadie había logrado que reconsiderara una nota.

Cuando me tocó mi turno, no dijo ni una palabra. Sentada en un pupitre de alumno, extendió su mano. Pensé que era un saludo y se la estreché, pero no: esperaba que le pasara el cuadernillo. Lo hojeó sin expresión. Apenas me estaba acomodando cuando levantó la vista.

—Estás reprobado —dijo, y cerró el cuadernillo. La entrevista había terminado.

Me indigné. Reclamé que mis respuestas estaban correctas. Noté cómo me clavó esa mirada dura, sin emociones. Tomó una hoja en blanco y desarrolló el primer ejercicio en apenas dos líneas. Lo resolvió impecablemente. Me quedé en silencio, no por el resultado, sino por la claridad de sus números, en contraste con mi letra desordenada.

- La idea – le dije— no es mostrarme cómo lo harías tú, sino revisar lo que hice yo. Si yo soy el alumno.

Miraba mi cuadernillo.

- Debes explicarme en qué me equivoqué. En Cálculo los resultados a veces no es una cifra, sino una expresión equivalente y más simplificada.

Seguía leyendo.

- Yo usé el método carretero: largo, pero riguroso.

Ella suspiró. Estuvo a punto de cerrar el cuadernillo otra vez, pero esta vez no lo hizo.

Con su lápiz azul, comenzó a corregir. Mi letra era grande, mis pasos meticulosos. Uno por uno, empezó a poner visto bueno al final de cada línea.

—Esto está bien. Esto también.

Llegó a una fórmula y se detuvo.

- ¿Cómo llegaste a esto?

Le expliqué sin titubeos. Me escuchó sin interrumpirme y continuó en la próxima línea.

—Ponga el visto bueno —le sugerí.

Puso el visto bueno marcando el lápiz. Siguió. Otra pausa, otra pregunta. Respondí. Otra marca azul.

Al llegar al último ejercicio, ya visiblemente incómoda, volvió al principio y repasó todo de nuevo. Luego lo leyó al revés, desde el final. Finalmente, con un trazo rápido, tachó la nota anterior y escribió un cuatro al lado. El mínimo para aprobar.

—Váyase —dijo—. Antes de que me arrepienta.

Tomé el cuadernillo y salí sin mirar atrás.

Ese cuadernillo lo guardé por un tiempo. Testigo que con una sola prueba se me evaluó todo el semestre. Era el registro silencioso de una grieta en el sistema.

Ella estaba un año más arriba. Lo extraño fue que, al tercer año, empezamos a compartir varios cursos. Ya no era ayudante. Me enteré después: no la habían renovado. La planta de ayudantes, actuando con eficacia mafiosa, se había encargado de cerrarle las puertas. Sin sus favores, sin su red, ella quedó sola. Dijeron que había reprobado cursos clave, que su promedio cayó, que ya no era confiable.

No supe si la empujaron a fallar o si simplemente no la dejaron avanzar. Pero desapareció. Literalmente.

Nunca más la vi en clases. Nadie la mencionó. Su nombre no figuraba en las listas. La ayudante de hierro se desvaneció sin ruido, como una ecuación mal escrita en un pizarrón viejo.

Los alumnos antiguos todavía susurran su historia, como una leyenda que incomoda a algunos, con un muy mal recuerdo cuando se la enfrentaron. Y aunque al final callaron su nombre, nunca pudieron borrar del todo su huella.

Texto agregado el 06-05-2025, y leído por 56 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-05-2025 Hay un "se" demás perdón ... 6236013
08-05-2025 Al leerte, y ver la capacidad que tenía la dama de hierro,imaginé que pasaría algo ,que de cualquier forma se la sacarían . Lo que no me quedo claro es si fue ella la que corrigió lo tuyo,porque como estaba para eso.... Pero si lo leyó y le dió visto buenos porque fue otro. Me gustó mucho,me involucre. Saludos Victoria 6236013
07-05-2025 "como una ecuación mal escrita en un pizarrón viejo" me gustó. Buen relato, de los pocos relatos en este medio que valen la pena leer beethoveniano67
06-05-2025 He leído tu cuento y te diré que me gustó, pero aunque no soy la ayudante de hierro, me agradaría que continuara porque me dejó con gusto a poco, me agradaría saber algo más. Perdón no es una crítica, jamás lo hago, solo que despertaste mi curiosidad, Saludos. ome
 
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