LA ESPERANZA

Cuando desperté ya se encontraba posada sobre el antebrazo de la butaca que da hacia el camino de la playa. Hace mucho tiempo que no venía a visitarnos. La debieron haber sacado de de donde vivía y sin embargo, mantenía su serenidad. Su mirada con ese verdor amarillento que calma la ansiedad, callada y totalmente estática observando lo que quedaba de lo que fue su viejo hogar.

La conocí cuando aún éramos jóvenes. Ella con tanta fuerza revoloteaba toda la propiedad. Y yo ambicioso por reparar el mundo. Siempre la acompañaban sus hijos que alegraban el pequeño terreno que adquirieron mis padres en la playa hace más de cinco décadas.

Me sorprendió su visita después de tantos años. Algo inusual sucedía, no era común, sobre todo en estos días donde la esperanza se nos cuela entre los dedos de las manos. A lo lejos comencé a escuchar palas mecánicas arrasando el paisaje.

Salí por la vieja vereda de arena hoy recubierta de asfalto. Llegué a la playa y caminé enterrando mis pies descalzos sobre la arena ya caliente a esa hora mañanera. El gran sol del caribe vertía su dorado esplendor sobre el mar, que como buen alquimista lo transformaba en hilos de plata sobre la superficie y los depositaba en la orilla como arena. Hay quienes creen que en el caribe el color dorado de la arena se debe a esta constante transfiguración. Los invasores, todos ellos, confundieron las doradas playas salitrosas con el metal que saciaba su ambición.

Continué caminando, bordeando la orilla. Me fijé que sobre el mar se levantaban mesetas coralinas. Era baja mar. Las olas golpeaban serenamente sobre los corales creando esa burbujeante espuma blancuzca que nos alimenta el alma. La baja mar dejaba embalses de agua entre la orilla arenosa y los arrecifes más expuestos donde los juveniles peces nadaban y se alimentaban antes del embate del alta mar. Los. Juveniles huían de mis pisadas que revolvían los embalses y mi mirada confundía los duros surcos arenosos convertidos en piedra marina con la blanda arena dorada. Miraba las dunas de arena que se forman con el viento y sobre ellas las uvas playeras se erguían imponentes. En el aire aún los pitirres perseguían aves rapiñosas que atacaban sus nidos. Con elegancia el pitirre sobrevolaba sobre la cabeza de los intrusos y las picoteaba para alejarlos de sus crías. Seguí mirando hacia el suelo donde yacían troncos serpentinos que mudaban sus pieles y los largueros de bambúes sobre el camino como obstáculo de lo cotidiano. Ya no se veían a los pescadores que fueron sacados para construir viviendas veraniegas, pero sí estaban los pequeños cangrejos que asomaban sus bermejos ojos saltones para volver a esconderse en la arena semi mojada al divisar mis pasos. Caminar por la playa al son de la efervescencia del agua sobre las piedras, el repicar de la burbuja desplazada sobre el viento, el murmullo de la arbolezca; y el viento, ese viento constante, embalsamado de arena y sal, que se escucha susurrar en nuestros oídos y que golpea el rostro para recordarnos quienes somos, caribeños, una mezcolanza de culturas renacientes ante el sol, el salitre y la ventisca.

Desde antes de María, el huracán que desgajo nuestra esperanza, no había vuelto a experimentar tanta ebullición de la vida. Todo florecía, el olor sanador del salitre se respiraba en todos lados. Seguí caminando hacia el bullicio ensordecedor de la maquinaria. Allí una muchedumbre se enfrentaba a las metálicos palas mecánicas que devoraban el paisaje. La gente rescataba los nidos de las tortugas marinas y de las tijerillas silvestres, los mangles y las uva playa.

Regresé a la casa de la playa excitado, con alegría y pasé entre el túnel de los almendros para llevar las noticias y al llegar la esperanza continuaba sobre el antebrazo de la butaca.