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Epígrafe.-

"Este relato no ofrece respuestas, sino un espejo para que cada lector encuentre las suyas. Un viaje hacia las puertas que todos debemos cruzar, donde se mezclan la memoria, el amor y lo indecible."

Las puertas que hay que cruzar

Relato en cuatro escenas sobre lo que queda cuando se va lo amado.


Escena 1 – El ladrido que ya no está

La noche era un cuenco oscuro.
El viento dormía.
Y sin embargo, escuché el ladrido.

No venía de afuera ni de adentro.
No era un recuerdo.
Era un sonido real, redondo, apenas quebrado por un temblor…
como si hubiese atravesado algo antes de llegar a mí.

Me senté en la cama sin pensar.
La sábana aún tibia,
los pies fríos.
Olía a jazmines.
Ese olor, imposible, que solo aparecía cuando él corría bajo la lluvia
y volvía a echarse junto a la estufa.

Pensé: no puede ser.
Pero el silencio no negaba nada.

Abrí la puerta.
El pasillo, largo como un año.
Y al fondo, la penumbra de la casa parecía respirar.
Me vestí sin hacerlo. Caminé sin peso.
Yo no buscaba al perro.
Buscaba el eco de su alma,
el lugar desde donde aún se animaba a llamarme.

Afuera, la noche era casi líquida.
No había luna ni estrella, pero el aire brillaba.
Y fue allí, justo antes del portón,
que la vi por primera vez:
una nubecilla brillante, suspendida como un suspiro
que no se había decidido a irse.


Escena 2 – Las tres puertas

La nubecilla no hablaba,
pero yo entendía.
Flotaba a mi lado, como si llevara años esperándome.

Avanzamos juntos por un sendero que no existía antes de mis pasos.
El mundo alrededor se diluía:
los árboles ya no eran árboles,
las casas no eran casas,
y el suelo no tenía peso.

Sentía que si me detenía, desaparecería.
Pero no tuve miedo.
La tristeza me guiaba con una ternura que no conocía.

Entonces las vi:
tres puertas suspendidas en el aire, sin marco, sin muro.
Una a la izquierda, otra a la derecha,
y una más, al centro, apenas visible.

Eran distintas entre sí.
La primera era de madera rugosa,
con marcas de manos pequeñas talladas en su superficie.
La segunda, metálica, oscura, con una cerradura sellada por óxido.
Y la tercera…
era translúcida, como si el aire mismo hubiese decidido tomar forma.

Me acerqué.

La voz —no la de la nube, sino la que vive detrás de los huesos—
me dijo:

“La primera es el umbral del llanto.
La segunda, el umbral del silencio.
Y la tercera… la mentira más verdadera de todas.”

Quise preguntar.
Pero la pregunta ya no servía.
Sabía que debía cruzar.

Extendí la mano hacia la puerta translúcida.
No se abrió.
Tampoco ofreció resistencia.

Simplemente me traspasó.
Y todo cambió.


Escena 3 – El espejo del tiempo

No hubo luz al otro lado.
Tampoco sombra.
Era un lugar sin lugar.

El suelo era niebla firme.
El aire, espeso como un pensamiento que insiste.
Y frente a mí… un espejo.
No colgado, no sostenido.
Simplemente ahí.
Quieto.
Esperando.

Me miré.
Pero no vi mi rostro.
Vi cosas.

Primero, los ojos húmedos de mi perro
mirándome una tarde sin importancia.
Después, el rostro de mi madre,
joven, riendo de algo que ya no sé.
Y luego una escena borrosa:
yo solo, bajo la lluvia,
mirando cómo las gotas borraban mis huellas en la tierra.

Cada imagen no duraba,
pero dejaba una huella adentro.
No era recuerdo.
Era presencia.

Una voz —o quizás mi propia respiración— dijo:

“No es el pasado.
Es lo que aún vibra en ti sin que lo sepas.
No son memorias.
Son hilos que te sostienen.”

Entonces lo entendí.

Nada muere.
Nada se va.
Todo lo amado se convierte
en raíz invisible,
en sombra que abriga,
en ladrido que llega desde el otro lado de los sueños.

El espejo no juzga.
Solo muestra lo que el corazón aún guarda
bajo la piel del tiempo.


Escena 4 – La rendición

No hubo puerta de salida.
Solo un suspiro, largo como una vida,
y el espejo disolviéndose en la bruma.

La nubecilla seguía allí, quieta,
como si nunca se hubiera movido.
O como si todo el trayecto lo hubiera hecho yo dentro de ella.

Caminamos —o flotamos—
hasta que el paisaje volvió a parecerse al mundo.
Pero ya no era el mismo.
O yo no lo era.

El ladrido ya no sonaba.
No porque se hubiera ido,
sino porque había dejado de buscarlo como ausencia.

Lo entendí sin palabras:
la tercera puerta no llevaba a otro lado.
Era este instante.
Este mismo.
El que ahora respiro.

La muerte no está después.
Ni antes.
Es una curva suave en el espiral.
Una pausa que no detiene.
Un borde que no corta.

Me senté en la tierra húmeda,
miré el cielo sin forma
y me rendí.

No como quien se da por vencido,
sino como quien se entrega a lo que no necesita explicación.

Sentí el aliento de mi perro rozando mi mano.
Sentí el agua de mi madre nutriendo mis raíces.
Y sentí que, por primera vez,
no tenía que comprender nada.

Solo vivirlo.

Texto agregado el 20-05-2025, y leído por 52 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-05-2025 Así es, solo se vive una vez tete
20-05-2025 Me gusto mucho.... //El espejo no juzga. Solo muestra lo que el corazón aún guarda bajo la piel del tiempo.//***** Saludos Victoria 6236013
 
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