Herencia de huesos quebrados
La hermana está por llegar. No tengo boca para decirlo, pero lo pienso con las tripas. No soy nadie: apenas un eco de dolor que rebota en las paredes de este cuarto sin ángulos. ¿A quién le importa? ¿Quién escucharía a una sombra que olvida hasta su propio nombre?
La hermana huele a flores marchitas y gasolina. Su sonrisa es un cuchillo sin filo, pero corta igual. Es hermosa la hermana. Tiene dos hijas que nunca nacieron y un esposo que dejó de respirar hace décadas. A ella le gusta fingir que vive: habla con los dientes manchados de tinta, ríe con los pulmones llenos de polvo, colecciona segundos vacíos.
En la pared desnuda, el retrato de nuestro padre se desgarra. Lo pintaron con medallas de cartón, héroe de una guerra que solo libró en su cráneo agrietado. Sus manos, ahora hilos de óleo seco, aún buscan a las niñas que la hermana jamás parió.
Junto al retrato, el espejo de mercurio que robé del desván brilla con luz propia. Bebo sus reflejos tóxicos y, por un instante, soy constelaciones: mil estrellas rotas que nadie quiso nombrar. Pero el mercurio gotea, forma charcos donde flotan los ojos del abuelo.
Afuera, el árbol que plantó mi hermana extiende sus raíces. Penetran las paredes, me abrazan como venas de tierra húmeda. "Te llevarán a mis sueños", dijo ella al sembrarlo. Pero los sueños de la hermana son jaulas de cristal: me arrastran a un jardín donde el tiempo es leche agria y las flores tienen dientes.
Yo cargo el reloj del abuelo. Madre lo escondió en un baúl de vergüenza. "Sus manecillas son jeringas", aullaba. "Te inyectarán mis noches en vena". Pero aquí, donde el tiempo es un feto maldito, el reloj no marca horas: late. Un tic-tac de corazón abortado con alambre y silencio.
La hermana no tiene edad. Yo tampoco. Espero en este limbo con un arma que no pesa. El loquero (una voz que mastica mis neuronas) dice que la muerte es un espejismo. El gatillo es de aire. Las balas son semillas de diente de león. Una bastaría... pero la hermana siempre llega antes.
Debería dejarlo para nunca. Aquí, el tiempo es un bucle de saliva seca. "No hagas hoy lo que tu fantasma hará mañana". A menos que la hermana también quiera morder el barro de la nada. Dicen que está deprimida, pero en esta pesadilla todos somos ecos de ecos.
La hermana llega. Su sonrisa es un agujero. Sus bolsillos están llenos de mis miedos. Quiere hablar. Como siempre. Como todos los que no estamos aquí.
Abre la boca, pero solo sale un viento frío que apaga la lámpara. Entonces lo entiendo: ella tampoco existe. Somos ficciones de alguien que despertó hace años. Restos de un sueño que ni siquiera fue suyo.
El reloj late. Las raíces crecen. La hermana abre su boca-agujero y esta vez habla:
—Somos el sueño de alguien que ya no sueña —dice, mientras el mercurio del espejo sube por sus venas y convierte sus palabras en ceniza—. Pero los sueños mueren solo cuando les ponemos nombre.
Entonces, el árbol estalla. Sus raíces se enredan en mi garganta, el retrato del padre llora lágrimas de plomo, y el reloj del abuelo estalla en semillas de diente de león.
La hermana sonríe.
—¿Ves? Ahora somos libres —miente.
Y el sueño comienza de nuevo.
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