La blancura de los azulejos daba a la sala de hospital una frialdad que calaba hondo en los huesos del anciano. Las máquinas emitían pitidos rítmicos, mientras varios monitores reflejaban todo el tiempo los signos vitales del paciente.
El visitante se acercó despacio a su familiar enfermo.
Nico, el nieto de Gregorio observó a su abuelo unos instantes. Quería hacerle algunas preguntas. Era muy importante:

—Abuelo, ¿Cómo es el Cielo? ¿Existen los ángeles?

La expresión de dulzura en el rostro del abuelo sólo podía compararse a la tristeza que sus ojos húmedos dejaban traslucir. Hubiera querido abrazar a su nieto, pero los múltiples cables se lo impedían. La cama se convirtió en un obstáculo que lo separaba de Nico, ahora más que nunca.

—El Cielo es un lugar hermoso. Dicen que allí van todas las almas de las personas que fueron buenas en vida. Y sí, hay ángeles.

—¿Y por qué todos se ponen tristes cuando alguien de la familia se va al cielo? ¿No deberían estar felices por él?

Gregorio estaba sorprendido por los pensamientos de su nieto a tan corta edad. Le costaba contener las lágrimas.

—¿Sabés lo que pasa, Nico? Que cuando un familiar se va, los que se quedan aquí lo extrañan mucho.

—Está bien. —el niño no estaba del todo convencido— ¿Pero por qué lloran si él estará mucho más feliz?

Un nudo apareció en la garganta de Gregorio. ¿Cómo explicarle a un niño lo que es la muerte? ¿Cómo explicarle el dolor de una pérdida semejante? Algunas lágrimas, incontenibles pese al esfuerzo, comenzaron a asomar por las comisuras de sus ojos.

—¡Abuelo!

—¿Sí? —Respondió el anciano con un hilo de voz.

—Ya averigüé lo que quería saber. Tengo que irme. Creo que nos veremos pronto. Adiós abuelo. Te quiero.

A continuación, con una plácida expresión en su rostro, el niño sonrió y cerró los ojos. Instantes después, su pequeño y vencido corazón emitió su último latido.