Tendría que haber ido a la escuela, pero carecía de motivación.
Su madre la despertó como cada mañana, con un grito desde su dormitorio.
Se levantó, se vistió y decidió quedarse sentado en el umbral, sin mirar nada en especial. Conocía el paisaje desde que nació. Nada interesante.
Pero algo cambió. Desde un coche llamativo bajó una vecina pocos años mayor que ella.
Se bamboleaba visiblemente borracha o drogada, quién sabe, pero con un vestido envidiable y descalza. El coche partió raudo apenas posó sus dos pies en la vereda. Tampoco eso era una gran novedad.
Pero apenas unos minutos después de reparar el mismo automóvil. Frenó bruscamente y desde adentro tiraron a la vereda un par de zapatos. Los de la vecina, sin duda.
Se acercó y los tomaron, uno en cada mano.
Eran de color azul, con un brillo especial, y un taco aguja tan alto que creyó no haber visto nunca antes.
Desechó la idea de tocar el timbre y dárselos a su dueña.
Su madre dormiría hasta el mediodía, sin que ruido alguno la despertase.
Entró, se los puso y le quedaron bien. Muy bien pensado. Más aún, como si hubieran sido suyos siempre.
Cuando su madre se fue a trabajar, era enfermera turno noche en un hospital, se los puso con su mejor vestido, sólo para mirarse en un espejo.
Sonó el timbre. Por la mirada vio el auto llamativo con la puerta abierta. Dudó en salir, pero lo hizo. Era tentador.
Era lo último que recordaba en el momento de bajar del coche, descalza y mareada. Entro a su casa..
Segundos después aparecieron los zapatos, 3 veredas más al norte de la suya.
Fue ingresada en un pabellón psiquiátrico por indicación médica. Nunca salí.
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