El regreso del dragón

En los días de mi afán por usar saco y corbata,
sin más enfoque que el de quien quiere ser
miembro de una mesa larga con sillones gerenciales,
y durante el invierno frío de la ciudad de Lima,
tocó a mi puerta alguien que había olvidado:
era el dragón al cual yo había imitado y admirado
cuando estaba sentando las bases
para ser árbol en este bosque
espeso y perverso.

Este dragón, a pesar de ser fuerte
y muy dragón,
no tenía sed de sangre
ni de destrucción;
era un dragón bonachón
que de seguro es muy risueño
con sus pares, y hasta sabe
cantar y brindar para alegrar
el corazón.

Las escamas del dragón lucían algo grises,
el tiempo lo hacía lucir escarchado
y plomizo,
pero la fuerza de su corazón
aún sigue igual,
pues el calor que emanaba era
el mismo que en su juventud.

El dragón me miró con sus ojos
rojos de fuego,
y con esos bigotes largos
me examinó para ver si aún era digno
de ser su pupilo.
Y luego dijo, de forma directa:
“He venido a enseñarte quién eras tú antes.”

Y todos saben que estos seres son mágicos.
Él entró en mi mente y me hizo recordar
mis días donde era dragón y
emanaba ese calor especial.

No dijo nada más,
como esperando que meditara
y supiera quién era en realidad.

—Maestro dragón,
ha vuelto usted,
es un honor.
Permítame invitarle un trago
fuerte para avivar más el fuego
que viene de su corazón.

Eso después me respondió,
moviendo los bigotes largos
que detectan el miedo
y la debilidad:

—Necesitas entrenar.
Vamos a pelear ahora.

Dijo con voz fuerte.
Yo ya había vencido a un dragón
para preservar mi vida,
pero esta ocasión era para
enseñarme que debo ser fuerte
y valiente,
como es el maestro dragón.

Peleamos, y él se dejó ganar,
pues es un dragón noble
y de buen corazón.

Luego de eso fuimos a echar
fuego, tomando pisco,
y a charlar
sobre sus aventuras
y de cómo logró encontrarme.

Es usted muy dragón
para encontrarme
justo cuando necesito entrenar.

Muchas gracias, maestro dragón.