El último chivo
Don Jorge andaba siempre descalzo. Sus pies endurecidos por la tierra hablaban de años de trabajo y dignidad. Cuando alguien le debía dinero del negocio de maderas que tenía en la esquina, no decía palabra. Se paraba en silencio frente a la casa del deudor, cruzaba los brazos, y con eso bastaba: la gente sabía que había llegado el cobro.
Esa noche se mecía en su silla esperando al hijo menor. El calor era insoportable como si el mundo supiera lo que estaba por pasar. Se escucharon tiros a lo lejos. Don Jorge se quedó inmóvil. Sintió un vacío, como si le arrancaran el corazón.
Cinco minutos después, tocaron la puerta. Era “el Tuerto”. Venía con el cuerpo de su hijo entre los brazos. Lo dejó en la entrada, como si no tuviera fuerzas ni para explicar lo sucedido. Don Jorge se arrodilló, le acarició el rostro con ternura, y dejó caer una a una las lágrimas que había sabido esconder toda la vida.
Vivían en un barrio llamado Los Tramposos. Ni de día la gente se atrevía a entrar. Allí, la tragedia tenía dirección fija. Abrelola, su esposa, no pudo soportarlo. Se le secaron las palabras , y hasta con doña Alicia, la más buena del barrio, se volvió áspera como lija vieja.
Todo cambió en la casa. Vendieron uno a uno los chivos que don Jorge había comprado con la ilusión de pagarle la universidad al hijo. El último fue rifado. Quien se lo ganó tuvo que llevárselo amarrado en una canastilla hasta Zarzal. También sacrificaron el marrano que estaban engordando para celebrar el Año Nuevo.
Salomé, la hija mayor, renunció a su trabajo para cuidar de sus padres. Pero parecía perseguida por el mismo infortunio. Una vez, al pasar por el restaurante de la Chiqui, una regadera se soltó y la empapó entera. La gente decía que Salomé tenía encima la nube oscura del dolor, y que no se secaría nunca.
A los dos días de haber perdido a su hijo, don Jorge falleció. Dicen que se le fue el alma descalza, caminando detrás de su hijo, sin volver la vista atrás.
|