Palabras de Longino de Cesarea, según la tradición
La cruz que está ante mí, que ahora está vacía,
sostuvo ayer el peso de un condenado más:
un hombre, sus tres clavos, el dolor, la agonía,
pero también un tiempo sin después ni jamás.
Vislumbré algo en sus ojos que no correspondía
a un calvario tan sordo que no calló el dolor;
había algo en sus manos; en su piel... ¡algo había
además de la sangre que vertía su horror!...
Yo llevaba una lanza aferrada a mi mano,
tal como lo hice siempre... ¡pero empecé a temblar!
¡Y no hay peor deshonra para un rudo romano
que mostrarse cobarde, que ponerse a llorar!
Lo cierto es que, de pronto, me subyugó un abismo:
¡no me importaba el César, ni el gentío en cuestión;
porque, si era por mí, me importaba lo mismo
estar allí colgado que dar ejecución!
¡Pero no era por mí! Por eso pude hacerlo:
mis manos se movieron, poseídas del Mal,
y tras clavar el hierro, hundirlo, someterlo,
¡sentí que atravesaba un cuerpo celestial!
Era cuestión de tiempo dejar aquel trabajo:
yo andaba casi a tientas, no podía ver bien;
pero cuando mi lanza abrió el profundo tajo,
la sangre de aquel hombre cayó sobre mi sien.
Agua y sangre brotaron para limpiarme el rostro
y verter unas gotas del mar universal:
Padre, Hijo, Pneuma, ángel, virgen, calostro,
discípulos, bautismo, voz del desierto y sal.
Y cuando abrí mis ojos, pude ver claramente
por la sangre bendita que sobre ellos cayó:
noté cómo soldados corrían con la gente,
porque, como mi carne, todo el suelo tembló.
Renuncié a mi centuria después de esa jornada,
poniendo como excusa mi antigua enfermedad,
diciendo que aquel mal me veló la mirada
en su curso de sombra y de calamidad.
Pero a veces me acerco, cuando no hay condenados
que arrastran sus miserias y ocupan esa cruz,
a mirar con los ojos, de lágrimas nublados,
el madero sangriento donde maté a Jesús.
L.G.C.
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