Eran las 10:15 de la noche de un viernes cualquiera, ella se encontraba en el patio de la casa donde vivía, disfrutando del silencio habitual del barrio, cuando el estruendo seco de varios disparos quebró la calma. De inmediato, un pensamiento fugaz pero inquietante cruzó su mente: han asesinado a Víctor, el fiscal. Su cargo, tan delicado, siempre había despertado murmullos y sospechas.
Los gritos de los vecinos no tardaron en llegar. Abrió la puerta con el corazón agitado y caminó hasta la esquina, justo donde vivía María. Desde allí, dirigió la mirada hacia la casa de Víctor. Había una multitud congregada, rostros tensos iluminados por los faros de un carro estacionado a medias sobre la acera. Dentro del vehículo, el cuerpo de un joven confirmaba lo peor: habían matado a alguien.
Volvió a la casa, abrumada por el desconcierto, mientras cada vez más personas se acercaban al lugar del crimen. Las versiones comenzaron a circular con rapidez. Horas después, supo que el joven asesinado era Jorge, el hijo menor del dueño del mejor supermercado del pueblo. Dijeron también que Jorge era novio de Juana. La noticia dejó una estela de tristeza entre quienes lo conocían.
Las horas transcurrieron entre el murmullo persistente de la multitud y la presencia silenciosa de quienes llegaban a enterarse de lo ocurrido. El padre de Jorge, nunca se apareció. Solo doña Elena, su madre, permaneció cerca del sitio, con el rostro descompuesto, aferrada a su pañuelo.
Desde aquella noche, la familia Arana —vecinos de toda la vida— desapareció del panorama. Nadie volvió a verlos. Dos días después, partieron de madrugada sin despedirse de nadie. Su casa quedó vacía, como una herida abierta que el barrio aún no sabe cómo cerrar.