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DESPUÉS DE LA FIEBRE

El café humeaba entre mis dedos como un último hechizo contra los recuerdos que aguardaban tras las puertas automáticas. Era el brebaje de los condenados: agua turbia, azúcar sin disolver, ese polvo marrón que fingía ser café. Lo bebí de un trago mientras los altavoces regurgitaban números de turno y apellidos incompletos.

En la sala de espera, éramos tres crucificados modernos. A mi izquierda, un hombre de manos callosas respiraba como si cada inspiración fuera su última. "Él está primero", dijo señalando al anciano de los cables, cuyo pecho subía y bajaba al ritmo de una máquina. A mi derecha, un hombre obeso sonreía mientras jugueteaba con el brazalete de identificación. "¿Hace mucho que esperas?", me preguntó con voz de niño que no entiende el juego al que juega.

Las paredes blancas transpiraban desinfectante. Por los pasillos desfilaban figuras de algodón almidonado, sus zapatos chirriando sobre el linóleo. Una enfermera con ojos de hielo me entregó un pijama de papel. "Quítese todo", ordenó, y por primera vez sentí que mi humanidad se desvanecía junto con mi ropa.

Cuando volví, los otros dos habían desaparecido. En su lugar, quedaban manchas amarillas en los asientos de plástico y el eco de sus últimas palabras. El demonio que conocí en lo más alto de la fiebre estaba ahora sentado en la mesa de revistas, hojeando un ejemplar de *Salud Hoy* con sus garras de bisturí.

"¿Pueden poner a Bach?", rogué cuando me llevaron al quirófano. Las luces halógenas me cegaban. "¡Silencio!", escupió alguien con manos enguantadas. La mascarilla se aferró a mi cara como una medusa asfixiante.

Desperté en un corredor infinito. Las paredes transpiraban pus. Las pastillas que me dieron - blancas, redondas como hostias profanas - sabían a tiza y resignación. "¿Para qué son?", pregunté. "Para que veas la verdad", respondió una voz desde el intercomunicador.

La galena más joven tenía dientes de acero bajo los labios pintados. Cuando se inclinó para revisar mi sutura, el demonio susurró desde su bolsillo: "Nunca te dejaré". Su aliento olía a formol y caramelos de menta.

En la radio de la sala de enfermería, una fuga de Bach se enredaba en los cables del suero. El demonio bailaba sobre mi cama, clavando sus garras en mi herida cada vez que la música alcanzaba un crescendo. "Mira", dijo señalando al espejo del baño. Mi reflejo llevaba bata blanca y una placa con mi nombre.

El café de la máquina expendedora ya no era café. Era el mismo líquido espeso que gotaba de mi herida cuando el demonio la abría para jugar. Lo bebí de un trago mientras los altavoces llamaban a otro número, a otro nombre incompleto.

Y comprendí entonces que la fiebre nunca se había ido.
Solo había cambiado de uniforme.
Ahora llevaba mi rostro,
mis gestos,
mi firma en los informes.
Y cuando el siguiente paciente me preguntó
"¿Doctor, me voy a morir?",
sonreí con dientes de acero
y respondí:
"Eso depende de lo que entiendas por vivir".

Texto agregado el 12-06-2025, y leído por 56 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-06-2025 Excelente final. Binito
12-06-2025 Qué buenas las imágenes donde se entrelazan y reflejan el delirio y la realidad. buhonero
12-06-2025 Que buen texto y que semejante s la realidad cuando se visitan esos hospitales públicos en su mayoría en Urgencias.. Que sensación profunda haces sentir ,que pena además. Un abrazo Victoria 6236013
12-06-2025 Me agradó el cuento, buen final, saludos. ome
 
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