Había terminado la clase de ballet, y la maestra notó que Betty estaba sentada en el suelo, con el ceño fruncido y los brazos cruzados.
—¿Qué te pasa, Betty? —preguntó la maestra, acercándose con dulzura.
—¡No soy buena bailando! —exclamó Betty, con los ojos tristes de frustración—. Por eso no me eligieron para la presentación…
La maestra sonrió con calma, tomó su mano y le dijo:
—El ballet no es solo talento, Betty. Es práctica, paciencia… y corazón. ¿Quieres que practiquemos juntas?
Betty aceptó, aunque dudaba. Al principio, sus pies parecían rebeldes: tropezaba, giraba sin equilibrio y sus brazos no fluían como los de sus compañeras. Quería rendirse… pero la maestra no dejaba de animarla.
Esa tarde, al llegar a casa, Betty no soltó su sueño. Puso música y practicó una y otra vez, incluso cuando sus piernas le dolían. Imaginaba que era un cisne deslizándose sobre un lago de cristal, y poco a poco… ¡algo mágico sucedió! Sus movimientos se volvieron más suaves, más elegantes.
Al día siguiente, la maestra llegó al salón con malas noticias:
—¡María, nuestra bailarina principal, está enferma! —dijo, mordiéndose el labio.
Betty respiró hondo, levantó la mano y dijo con voz firme:
—Yo puedo hacerlo. ¡He practicado mucho!
Sus compañeras intercambiaron miradas de duda, pero cuando la música comenzó, Betty se transformó. Flotaba por el escenario como un cisne entre las nubes, con gracia y seguridad. ¡Hasta la maestra se emocionó!
El público aplaudió con entusiasmo, y sus compañeras la rodearon al final, felices y sorprendidas.
Betty aprendió ese día que la magia del ballet no está en ser perfecta… sino en no dejar de intentarlo. Y que cada caída es un paso más cerca de volar.
FIN
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