Nací en la era de la manteca. Sabrosa y que resolvía la falta de compaña de los plátanos. Y un célebre ventorrillero del barrio la llamaba “tararira”. Qué era su forma de medir el tiempo de vaciado(de la manteca) sobre los víveres. Conteo que crecía, conforme el orden jerárquico del miembro familiar. Cómo pasaba con el caso suyo. Ya que sobre los trozos de los hijos y de su mujer, el ‘tarareo’ era más corto. En cambio, con él y con el dedo quitado de la boca de la botella, sé completaba el compás: “Tararira, rirarira, rirará”.
Pero luego de la famosa manteca llegó el aceite. Qué sin ser tan espeso como la grasa del pellejo del cerdo, también tenía color y peso específico. Pero lo que contaré pasó cuando al mercado entró un aceite muy claro y mucho más liviano que el primero. Y fue que estando yo muy cerca de cumplir mis once, una mañana me paré frente al anafe de la vieja cocina nuestra. Cuyo techo no lo sustentaba pared alguna.
Momento en que saqué del bolsillo el desanido de una de las gallinas ponedoras de mi abuela. Y mi claro plan era freírlos. Pero era notorio qué no había con qué. Y una hermana menor sé ofreció a comprármelo(el aceite) en la pulpería. Por lo que le entregué mis tres centavos. Qué era el costo de una de las medidas disponibles del pulpero. Contenido que le vació(a mi hermana) en lo que llevó del bohío. É, imagino, que el trajín entre el chinchorro y el rancho, tuvo que haber sido para la niña un verdadero ensayo de equilibrismo.
Pero desde que miré el contenido del vaso, me lució qué era agua. Y qué mi hermana, de seguro, sé había gastado los tres centavos en otra cosa. Imagen(de lo que imaginé), qué fue reproducida en el cerebro de la mujer que freiría los huevos. Porque me miró desde un extraño arqueo visual. Y en su rostro sé presentó lo que parecía una ganancia de sangre en sus venas. Pero, aún mirándome de ese modo, vertió los huevos sobre el agua caliente(aceite) de la paila.
Y sentí que crecía lo que imaginé desde el principio. Contra lo que siempre abdujo la mujer. Y qué era la prueba de su razón. Pero qué también fue mía. Y en ella la sangre visible en su rostro llenó el otro lado de la cara. Sin embargo, lo qué me asustó fue su tipo mirada. Indescriptible para mi aquella vez y también hoy. ¡Mientras tanto, los huevos ya empezaban a cambiar de aspecto por la ebullición en sus bordes!
Pero insistiendo en mi capricho, reafirmé qué lo que mi hermana había traído era agua. Y fue esa expresión la última parte del trance para mi. ¡Ya qué una mano izquierda, salida desde atrás del anafe, sé estrelló contra mi mejilla derecha!
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