Cuando llegó la hora de partir olvidé el afinador de guitarra. Y fue que mi mente había borrado el rincón de la casa de mi hija donde siempre la encuentro. Por lo que corregí el trabajo hecho por la inconsciencia. Pero no era que su valor como instrumento musical era lo mejor. Por lo áspero que resultaba su cordaje al templarlo. Y el sonido individual ya tensas las cuerdas, hacía rodar por el piso lo armónico. Además, su dureza metálica al pisar el diapasón hería la piel de mis dedos.

Sin embargo, lo bueno suyo era que siempre estaba intacta en su rincón. Y dispuesta a ayudarme a vencer la fatiga del viaje. Por eso me alegré al poner el afinador en mi bulto. Pero la apertura de mi hija al encuentro con ella de forma tan peculiar y adecuada a su momento existencial, me condujo y con gran emoción a trepar por las escaleras rumbo al cuarto que siempre ocupo cuando voy. Luego, bajé a la cocina hambriento.

Para después abrirme al cómo estás y al cómo te fue. Algo que pronto fue vencido por el arropador momento actual del televisor. Y hasta creo qué omití mirar hacia el lugar de convergencia de las paredes que ocultan la amplia sala. Y que es el sitio de reposo de la guitarra con su amplificador. Omitiendo también que hasta le había rechazado a mi nieta la oferta que me hizo de eliminar su perenne presencia(de la guitarra) en la casa. Lo que con antelación habría evitado el trance de hoy.

Más, los giros de lo fortuito y con todo el ingenio de lo natural, no pudieron eludir lo que el destino me tenía guardado. Porque hasta tuve, afinador en mi mano derecha, el tormento de haber hecho la pregunta obvia.