LA DERROTA DE UN MAGO
Después de una semana, escalando montañas, colinas y quebradas, sortear ciénagas y lagunas, de cruzar comarcas, bosques y caseríos, soportando el sol agobiante de la tarde, las brutales lluvias y las hirientes heladas de las punas, un fresco anochecer al fin lo hallamos dormido boca arriba, en las orillas de una acequia que dividía un extenso maizal, rodeado de su varita mágica, su chistera negra y de su capa roja. Aún vestido con el raído frac azúl que le hizo su madre, como si poco antes acabara de celebrar uno de los infinitos actos de magia que acostumbraba realizar por todos los pueblos de la cordillera: haciendo desaparecer animales o cosas y regresándolos con un extraño y secreto conjuro, trayendo las lluvias providenciales a los campos secos, llenando los lánguidos riachuelos de truchas, pejerreyes y camarones y adornando el cielo con espléndidos arcoiris, ante el enorme asombro, los cálidos aplausos y el agradecimiento de las multitudes. Cuya fama de célebre Mago había traspasado las fronteras de la región, hasta el punto que un presidente de la república, de tanto escuchar las increíbles hazañas que contaban de él, ganado por la curiosidad vino a constatar con sus propios ojos si era verdad lo que decían y terminó aplaudiéndolo boquiabierto, perdonándole que lo haya hecho humo por unos segundos, aunque realmente nadie deseaba que volviera a aparecer por tenerlos abandonados.
Lo cargamos delicadamente y lo sentamos en la silla de caoba puesta sobre el anda de madera, sin que él pusiera resistencia alguna, porque vio pasmado que éramos casi un centenar de resueltos muchachos que conformábamos la diligente procesión que iniciaba presurosa el retorno y solo atinó a preguntar nervioso a dónde lo llevábamos, sin que nadie le dijera nada, para evitar banales discusiones ante una respuesta que él no entendiera o no estuviera de acuerdo, y no estábamos para perder un solo segundo ahora que teníamos apremio de ir deprisa antes que sea demasiado tarde, más aún que el regreso era tan largo y complicado, aunque tuvimos suerte de encontrar en el trayecto a poblados generosos que nos dispensaron de techo y comida al saber de nuestra noble empresa. Las niñas cubriendo de rosas y claveles las rutas de nuestra caravana y los niños regalándonos paraguas para lidiar con las durezas del clima. Los curas saliendo de las iglesias con los crucifijos para bendecirnos echándonos agua bendita, ante el sereno rostro del Mago que respondía agitando sus manos los saludos de los que lo reconocían, quien, afortunadamente, no denunció a nadie su incierta condición de secuestrado, pues estaría convencido que no éramos chicos malos y se resignó a dejarse llevar a donde fuese con la seguridad que no le haríamos jamás ningún daño.
Entonces sentimos cierto alivio la fría medianoche del quinto día de recorrido estoico, al reconocer, a poca distancia, la última montaña que faltaba cruzar, respirando profundo para darnos aliento al ascender su difícultoso territorio durante tres horas, y luego alegrarnos al escuchar el trinar de nuestros pájaros cuando descendimos hacia el río turbulento, señal que estábamos ya cerca, por cuyo sólido puente de madera llegamos al valle inhóspito que en otros tiempos se cosechaba la mejor papa del país, desde donde pudimos ver, entre las tinieblas de la madrugada moribunda, las siluetas de los abuelos y abuelas, de los padres y madres, tíos y tías, hermanos y hermanas, todos parados en la cima de la loma, recibiéndonos como héroes cuando llegamos a la extensa explanada, bajando del anda al Mago entre el gentío que lo recibió con júbilo, mientras el amanecer, saliendo de a poco, fue dadivoso para mostrarse tan limpio y radiante y pueda espectar él, claramente desde arriba, toda la humanidad de nuestra milenaria aldea, sin poder concentrarse en las tiernas notas que arrancaron de sus instrumentos el violinista y el flautista (para condimentar el ambiente de gran expectativa) y también sin darse cuenta que unas sonrientes mujeres le alcanzaban un ramillete de flores, porque él permanecía incrédulo ante lo que veía, hasta que alguien se le acercó y le suplicó en voz baja algo al oído.
Nos dio una mirada desolada y se fue cabizbajo con la capa que flameaba por el viento fuerte de la mañana, cruzando el río de ruidosas aguas por el puente solitario; trepando montañas, montes y picos, resistiendo al sol inclemente y la furia de los aguaceros; consolado por los pueblos que lo vieron afligido, hasta que una noche cayó rendido al borde de la acequia del maizal para observar a la luna llena con los ojos húmedos y contarle la amargura de su primera dura derrota, su terrible desdicha de no ser un mago de verdad sino el falso que veía en el espejo del remordimiento. Avergonzado de aprovecharse toda la vida de la ingenuidad de las muchedumbres que ignoraban que se valió de los trucos aprendidos de magos de otros lares y de estudiar los fenómenos naturales para sorprenderlos con sus “increíbles números de magia”, ilusionando a nuestra humilde gente que nos mandó a traerlo de urgencia para que vea la aldea más pobre del mundo, poblada de seres desnutridos vestidos con harapos y sepa lo que deseamos de él. Pero nos fue sincero al confesar, con profunda pena, que era imposible complacer nuestra súplica, que no podía borrarla fácilmente, como cuando esfumaba conejos en su chistera, porque aún no nacía y probablemente nunca nacerá la varita mágica que hiciera desaparecer para siempre, dentro de un gigante sombrero de la esperanza, esa plaga llamada pobreza que amarga la vida de nuestra aldea o de cualquier otra de la Tierra.
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