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El ritual del pantalón

Quedamos con mi señora de ir a comprar ropa. Ya era tiempo de renovar mi único pantalón café —café moro, para ser preciso— que combina con mi única camisa escocesa de cuadritos marrones sobre fondo amarillo. Para las mañanas heladas, completo la tenida con un chaleco del mismo tono que el pantalón. El calzado, por supuesto, también café.

La tenida de café completa me estiliza: me veo más alto, más delgado y, como por arte de magia, se oculta mi barriga, secreto que mantengo.

Como compraré un único pantalón y su expectativa de vida será de al menos cinco años, la elección se vuelve trascendental. Me pasa siempre. Lo mismo con el auto, el computador… cada cambio es un duelo.

Así que programo la compra con mi señora, que será mi socia en la selección. No en el color ni en el modelo —eso es fácil, llevo puesto el oficial, imposible confundirse— sino en lo esencial: largo, tiro, ancho, bolsillos, pretina. Yo frente al espejo soy un iluso; necesito su veredicto.

Ella, por supuesto, acepta encantada la idea de ir al centro comercial, aunque yo sé de antemano que volveré una vez más sin pantalón pero con el auto cargado de bolsas, ropa, menajes y cosméticos que misteriosamente “aprovechamos” de comprar.

Mientras manejo hacia el mall, le pido, casi en tono contractual, que cuando entre al probador se quede esperando afuera. Yo saldré al pasillo con el pantalón puesto para su aprobación. Ella se sorprende, como si nunca lo hubiéramos hecho. Le digo que no es así: que en todas esas veces en que me aventuré al probador, cuando salí al pasillo ella ya no estaba.

— No, mentira —me dice—. Esa vez me equivoqué. Como ya te habías probado uno, no pensé que ibas a probar el segundo, por eso me fui a mis cosas.

No fue una vez. Fueron varias. Le recuerdo mi desfile solitario, y cómo en más de una ocasión terminamos regresando sin pantalón. Por eso insisto:

— Pero esta vez, para asegurarme, quédate en el pasillo hasta que me asome. Quizás necesite probarme un segundo. Recuerda que necesito que el pantalón me quede perfecto, para usarlo cinco años más. Hasta el recambio oficial.

Lo digo medio en broma, pero ella ya está mirando por la ventana, ausente. Insisto.

— ¿Ah? ¿Me hablabas?

Repito todo, ahora en tono suplicante. Y agrego mi plan maestro:

— Yo selecciono tres pantalones: uno de mi talla, uno más grande y otro más chico. Entro al probador con el primero, tú te quedas con los otros dos. Salgo, me miras y, si no te convence, me pasas el siguiente.

— Qué ridículo. ¿Cómo se te ocurre que yo voy a estar cargando tus pantalones, si estaré con mis propias compras? Además, te demoras mucho.

Tiene razón. Me demoro en sacarme los botines, que a propósito los compro con un complicado amarre, no para alguien apurado. Pero le aseguro que ahora llevo zapatos bajos, nada de caña. “No me demoro nada”, le digo.

— Está bien.

Ella asiente, sin despegar la vista de la ventana.

— Mejor aún —remato—: para que no estés con bolsos, lo primero que haremos será comprar mi pantalón.

No sé si se rió o se indignó, porque seguía mirando hacia afuera.

Llegamos. Conozco el ritual: apenas cruzamos la entrada, ella desaparece hacia su sección. Yo me desvío a la de hombres, pero antes hago una escala en electrodomésticos. Ya no me detengo en los televisores ni los computadores; la costumbre, como perro amaestrado, me arrastra directo a las licuadoras y las vajillas.

Media hora después selecciono tres pantalones y voy a buscarla. La pillo saliendo del probador con un cargamento de ropa. La detengo:

— Es mi turno.

La recepcionista me entrega una paleta con el número tres, correspondiente a mis prendas. Le recuerdo a mi señora que, por favor, me espere en el pasillo.

— Aquí me quedo.

Me tranquilizo.

En dos segundos me saco el pantalón viejo, me asomo entre la cortina para confirmar y todavía la veo. Me pongo el primero a medias, me siento para calzarme los zapatos, y salgo al pasillo mientras termino de abotonar.

Ella no está.

Camino un poco, la busco. Nada. La recepcionista me ataja.

— ¿Y mi señora? —pregunto.

Desde la entrada miro a todos lados. Ni luces de ella. Resignado, me devuelvo al probador, me visto con el pantalón de siempre y entrego las prendas.

Más tarde la encuentro en otro pasillo, como si nada, seleccionando ropa.

—Ah, hola. ¿Y? ¿Te quedó bien el pantalón?

Su pregunta sonaba tan inocente, que por un instante pensé que había soñado mi ida al probador.

Texto agregado el 17-08-2025, y leído por 0 visitantes. (0 votos)


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