MI VIEJA MAQUINILLA
Tenía unos diez o doce años cuando vi esa máquina de escribir por primera vez. Era propiedad de mi tío Rubén, quien, recién graduado de abogado instaló una oficina en el cuarto de la esquina de una casa de mi padre en Moca.
Era una vieja Underwood de teclas amarillentas con un cuerpo de metal que parecía haber visto tiempos mejores. Se la regaló mi abuelo, que fue toda su vida secretario de un juzgado. La tenía en su casa, y pasaba sus ratos libres tecleando historias y poemas.
Por las tardes, cuando mi tío laboraba en su escritorio, yo entraba en su despacho por una puerta que comunicaba con el resto de la casa. Entonces, miraba con curiosidad el extraño artefacto colocado en la mesita de un rincón.
—¿Te gusta? —me preguntó un día, y sin esperar respuesta me dijo: —Ven, para enseñarte a escribir tu nombre.
Me senté en la silla ubicada frente a la pequeña mesa, y él colocó una hoja de papel blanco en el rolo.
—Primero vamos a buscar la letra A, y después las que siguen. —me pidió, y yo obedecí. Una a una escogí las letras, hasta que logré escribir mi nombre completo.
Después de ese primer día, lo demás es historia.
Todas las tardes practicaba un poco, siempre con su ayuda. Desde mi primeros ejercicios disfruté el sonido de las teclas golpeando el papel. Era un sonido rítmico y musical que parecía conducir el curso de mis pensamientos.
Para dominar la posición el teclado tomé clases en un instituto de mecanografía situado frente al parque Duarte. Hice innumerables ejercicios para aprender a ubicar cada letra en su lugar y cuando perdí el temor, escribía mis pensamientos y respondía algunas tareas del colegio. Posteriormente, cuando mi tío me regaló la maquinilla, se convirtió en cómplice de mis escritos, pues pasaba horas muertas tecleando versos y pequeñas historias.
Según crecí, mi creatividad fluyó con el uso constante de la máquina. Me sentía más conectado con mis ideas y esperaba, paciente, que llegaran las oraciones y los párrafos. Después descubriría que era un proceso muy interesante, y tenía la sensación de estar creando algo tangible.
Con el tiempo pude adquirir otra maquinilla y la anterior se convirtió en un objeto de nostalgia. Me recordaba a mi abuelo y las horas que pasábamos juntos, hablando de revistas y libros. Esa maquinilla se convirtió en un símbolo de la tradición literaria que me legaron.
Ahora, cuando recuerdo la máquina de mi tío, me siento agradecido por la oportunidad de haberla usado por tanto tiempo y tenerla en mi vida.
Más tarde me enteré que estas máquinas fueron durante mucho tiempo un símbolo de creatividad y productividad para los escritores. Su sonido característico y la sensación de tocar sus teclas son un incentivo para los que se dedican al oficio.
Algunos, inclusive, encuentran que las máquinas les ayudan a concebir mejores ideas para producir textos de calidad y les proporcionan la pasión requerida para crear algo hermoso.
Aunque no recuerdo cuál fue su destino final de la vieja maquinilla, ya no importa. Solo sé que fue un instrumento muy útil de mi niñez hoy convertido en un inolvidable recuerdo de la afición por las letras que me acompaña desde aquellos años felices.
Alberto Vásquez.
|