Herencia
El padre llegó con su hijo a la oficina de la asesora previsional. Hacía ya varios años que estaba jubilado y, aunque todavía confiaba en vivir un buen tiempo más, lo carcomía una preocupación tenaz: ¿qué sería del “muchacho” a estas alturas de 51 años cuando él faltara?
—He ahorrado lo suficiente para no preocuparme jamás por el pan ni por la casa —dijo con solemnidad—. Pero no dejo de pensar en el futuro de mi hijo.
La asesora, que lo escuchaba con atención, se permitió una broma ligera:
—Usted vale su peso en Oro¡¡¡- respondió con sorpresa la mujer.
La frase cayó como un baldazo de agua helada. Ella misma se arrepintió al instante, al ver el gesto petrificado del hombre y la sonrisa entre tímida y cómplice del hijo. Habían compartido años de relación profesional y amistad, y aun así se le escapaba semejante desliz, tan espontáneo que ni siquiera pasó por el filtro de su conciencia.
El padre, entonces, abandonó todo preámbulo y fue directo a lo esencial:
—¿Cuánto recibirá mi hijo cuando yo muera? Se que valgo más muerto que vivo- retrucó con timidez tratando de hacer una chanza fútil de sí mismo.
La asesora respiró hondo. No era la clase de consulta que esperaba, pero entendió enseguida: aquel hombre no quería cifras abstractas, sino una certeza. Sabía que a sus más de cincuenta años el hijo no trabajaría jamás; lo único que podía asegurarle era dinero.
Se colocó los anteojos, tecleó algunos cálculos en el computador y pronunció la cifra.
—Es bastante —dijo el hijo, satisfecho, si esconder su satisfacción y se levantó de su asiento para ponerse junto a la asesora y mirar la pantalla donde estaba la cifra que recibiría en el futuro.
—Sí —confirmó el padre con decepción—, te permitirá vivir bien hasta el último día.
—Me tranquiliza pensar que seguirás cuidándome, incluso cuando ya no estés —replicó el hijo con un dejo de ternura infantil e insensatez indisimulada.
El padre esbozó una sonrisa forzada, cargada de veneno:
—Me tranquiliza pensar que todo mi esfuerzo servirá para que no te falte ni la bebida ni la droga, que bien caras están- replicó con sorna, pensando en lo que pudo ser el “muchacho”, pero que no fue.
El hijo calló. El silencio pesaba en ese momento pensando cómo había dilapidado sus días dependiendo ahora solamente de una herencia que llegaría en algún momento, la cual se le hacía más urgente.
—Naciste en cuna de oro —continuó el padre.
—Y moriré en cuna de oro —remató el hijo, con un aire de victoria hueca.
Ambos rieron. El eco de esa risa sonaba más a epitafio que a complicidad: la confirmación de una vida sin méritos, condenada a esperar con impaciencia la herencia que habría de sostenerla hasta el final.
Edgar Brizuela Z.
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