El trofeo
Mi primer romance comenzó cuando decidí estudiar fuera de Santiago. Solo nos veíamos los fines de semana.
Todo iba viento en popa hasta que empezaron los rumores en el barrio: que ella se juntaba demasiado con un integrante de su grupo de amigos. Por supuesto, no les di crédito. Hasta lo encontré natural: ¿cómo no iba a juntarse con sus amigos en mi ausencia? Pedir explicaciones me parecía de mal gusto. A mí tampoco me hubiese gustado que ella dudara de mi estadía en la ciudad donde estudiaba.
Así que seguí con mi rutina: lunes de madrugada partía casi como en campaña de guerra y el viernes volvía, no tan tarde, para alcanzarla a ver. Me sentía un soldado que se ausentaba resignado, estudiaba con más ímpetu pensando que, mientras más ocupado estuviera, menos la extrañaría. Desde el miércoles empezaba la cuenta regresiva, y hacia el viernes la alegría iba en aumento.
Pero los rumores insistieron. Ya no parecían murmuraciones, sino afirmaciones.
Consideré que era una tomadura de pelo de muy mal gusto y, muy seguro de mí mismo, decidí distanciarme de ese grupo de amigos hocicones. Pensé que con eso la inquietud se esfumaba. Por supuesto, no le pregunté nada a ella: confiaba en ella.
El entusiasmo de mis lunes empezó a decaer. Ya no me sentía héroe en campaña. Dudaba. Para no seguir rumiando, decidí volver a mitad de semana y comprobar por mí mismo. El jueves fui a visitarla: había salido con sus amigos y volvería tarde. En la noche, al acercarme al exgrupo de amigos, me percaté de que faltaba justo el señalado por los rumores. Era cierto.
- En fin — pensé.
El viernes me junté con ella esperando alguna explicación, pero nada. Al contrario, se mostró alegre por mi llegada anticipada y me arrastró a la fiesta de aniversario del colegio del barrio, donde asistiría toda la comunidad. Con tanto ruido, los resquemores se diluyeron. El lunes partí como si nada hubiese pasado.
Hasta que el sábado siguiente, de un plumazo, me dijo que lo nuestro llegaba a su fin. No había mucho que hablar: los rumores hablaban por ella.
Pasaron meses. Y antes de terminar el semestre, por la misma fuente chismosa, supe que su noviazgo también había terminado. El dolor se mezcló con la felicidad. Cuando volvimos, mis amigos me preguntaban cómo era posible que regresara con alguien que me había dejado de manera tan brutal. Yo, muy ufano, les respondía que había ganado la batalla, que me había quedado con el trofeo.
Y así seguí viajando los lunes y viéndola los fines de semana. Hasta que apareció un festival folclórico. Ella y sus amigas fascinadas con un integrante del conjunto musical, para ellas era un Beatle. Me mantuve complaciente y resignado. El siguiente domingo le pregunté si seguíamos o no. Ella juró que me esperaría para ir juntos al festival. Mentira: esa misma semana acompañó al músico a los ensayos.
Yo callé, incluso cuando quise llamarla la Yoko Ono. Simplemente no la acompañé al festival y no la vi más.
Dos meses después, nos encontramos por casualidad y, como era costumbre, volvimos. Otra vez el trofeo era mío. Un día incluso le conté que había visto al músico con una chaqueta café.
—Imposible —me dijo—. Conozco muy bien su clóset.
Le pregunté por qué era tan desordenada con sus romances, tan ligera para terminar y después volver a empezar. Ella, muy tranquila, respondió:
—Tengo que probar con otras parejas. No quiero equivocarme.
Yo celebré su postura tan práctica. Y me sentí orgulloso: en todas sus escaramuzas yo había salido vencedor.
Al año siguiente fue ella la que decidió estudiar. No pasó mucho tiempo y ya estaba saliendo con un profesor. Esta vez ni rumores ni pilladas: los términos ya tenían un manual. La relación con el profesor fue larga. Ella misma me la contó al volver:
—Fue entretenida. Tenía auto. Salíamos a todas partes. Varias veces quedamos sin bencina y, por buscar moteles baratos, casi nos congelamos de frío.
Yo me consideraba casi ejemplar por esperarla. No tuve suerte en encontrar otra pareja. En cambio ella, cuando me pedía “separarnos un tiempo para pensar en lo nuestro", de inmediato tenía pareja. Suertuda.
Y después de tres años de interrupciones y recesos, nos casamos.
Durante los diez primeros años de matrimonio, se encontró reiteradas veces con sus antiguas parejas. Yo, impresionado, le decía que no era normal tanto reencuentro. Ella respondía:
—No puedo evitarlo. Son testarudos. Me buscan. Me encuentran.
En parte era mentira. Me confesó que había ido al instituto en vano con la esperanza de toparse con el profesor.
En una fiesta de cumpleaños, rodeada de su familia, viejos y nuevos amigos, levantó la copa y preguntó a viva voz:
—Mi amor, siempre me he preguntado… ¿por qué te casaste conmigo?
Todos quedaron expectantes. Yo, un poco asombrado, miré a los presentes y respondí:
— ¿No me digas que tenía otra opción?
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